Veo muestras que se anuncian con poemas. Artistas que inauguran exposiciones con fanzines de poesía. Clubes de lectura, emprendimientos editoriales, revistas, talleres literarios y presentaciones de libros llevados adelante por curadores, pintores, fotógrafos.
Como suele suceder, la serie no se vuelve visible más que de manera retrospectiva. Fue en marzo de 2011, en una performance de Virginia Negri, que incluyó cuerpos pintados de plateado y azul metálico, cuya ambientación se expuso durante una semana y cerró con una lectura-guitarreada, que consistió en una ronda de aproximadamente diez personas del público leyendo poesía, incluyendo a la propia artista, que recitaba el poema transcripto en el afiche de la muestra. Desde hacía un tiempo parecía que la palabra escrita se había dispersado a tal punto que para cualquier presentación resultaba necesario trabajar con otros soportes, mediatizar el texto en otras disciplinas. Ahora se mostraba como el revés de un guante; lo que estaba viendo no incorporaba a la literatura como espectáculo, pero sí como rito de sociabilidad y como protocolo conceptual: "El nombre de la muestra es este poema", comenzaba. Sin embargo, lo que me sorprendió fue algo más simple. Para decirlo en una frase, ese día vi artistas que escriben. En la escena de lectura, los artistas no hacen teatro, no sacan fotografías, no cantan tecnopop. Escriben.
Claro que aquella performance fue una aproximación. El efecto de serie se refrendó después, con la enumeración que el desplazamiento aparejaba. En principio, el proyecto editorial Éditions du cochon, de Georgina Ricci, que publica libros de arte y literatura o el de Ivan Rosado, una galería que cerró sus puertas y se mudó de local. "Vamos a hacer presentaciones de libros y poner una biblioteca", me dijo Ana Wandzik, quien coordina el proyecto junto a Maximiliano Masuelli. Poco después la escuché presentar la colección Brillo de Poesía Joven en el nuevo espacio, el Club Editorial Río Paraná, que durante el 2012 editó siete títulos de poesía y una novela. Fue suficiente, en ese momento, con que mirase alrededor: Todo lo que hago es para que me quieran, la nouvelle publicada por David Nahon (2010); Las frutas, el libro de Federico Leites (2010); los cancioneros de "Escuche y repita", la dupla conformada por Cecilia Lenardón y Agustín González (2011 y 2012); el ciclo "Poesía Okupa", coordinado por Negri en ArteBA 2011 y sus libros Fuego de noche (2011), Desnudo total y escándalo (2012). Litoral y cocacola, la muestra de Claudia del Río acompañada de un fanzine de poemas propios (2011) y Shifter (Fondo Nacional de las Artes, 2011), su exposición de diarios y cuadernos de trabajo, dispuestos para leer. A ellos se sumaban Vikinga criolla (2012) los poemas y relatos de Lila Siegrist, junto a su novela, aún inédita, Destrucción total.
¿De dónde vino este vendaval de publicaciones? No estamos hablando del género "texto de artista", el texto que cada artista puede formular como estructura verbal de su propia obra (o de la de otro), ni aún de textos que acompañan una exposición. No se trata de índices de un recorrido visual, ni de registros, tampoco de la asunción de una palabra crítica. Un recorrido que fuera en ese sentido abarcaría una multiplicidad de textos teóricos o curatoriales, de varios artistas y críticos, como los de Juan Pablo Renzi y Roberto Echen o los artículos de Beatriz Vignoli. El arco entre poesía y artes visuales en Santa Fe podría trazarse, a su vez, en un horizonte histórico que alcanzara nombres como el de Emilia Bertolé o Hugo Padeletti.
Los textos de esta selección buscan la forma de poemas, relatos o diarios y se distinguen de ese fondo profuso. Suponen una perspectiva expandida, que no por su inevitable cercanía con un debate actual y, en gran medida, estabilizado, acerca de lo relacional o lo disperso en el arte, deja de proyectar inquietudes particulares. La idea de expansión, tomada del artículo de Rosalind Krauss ("La escultura en el campo expandido"), no es metafórica; apunta a un modo de construcción del objeto que no apela a "una combinación de exclusiones", sino a un mapa complejo de emergencias, donde coexisten tanto términos negativos como positivos, desdoblados en un conjunto de elementos cuyo valor puede resultar el de "un término en la periferia de un campo en el que hay otras posibilidades estructuradas de diferentes maneras". Florencia Garramuño llevó estas cuestiones hacia la literatura al analizar la apertura de sus límites en los cuadernos de dibujos de Ana Cristina César o en el concepto de euexistenciateca do real de Hélio Oiticica. No obstante, en los casos reunidos en este volumen no se trataría de un agujereo de la literatura hacia otras experiencias, sino de un movimiento inverso: el punto de partida expandido del arte, en el cual la literatura emerge, casi como un efecto.
Pero, ¿efecto de qué? ¿Efecto de la dispersión? ¿O efecto, en el sentido de una consecuencia, algo con lo que los artistas se topan, al cabo de un plazo, un trabajo y un proceso? ¿Y cuál sería ese proceso? Una trayectoria reciente de traspasar los límites del arte hacia la literatura pudo pensarse a partir de una serie de publicaciones. En Dos relatos porteños (2006) y Actos en palabras (2007) de Raúl Escari, por ejemplo, el reservorio conceptual del happenista brindaba las instrucciones para escribir "no-novelas" a partir del "principio de inmediatez" y de "verdad". Para "entrar en discontinuidad", Escari transcribió los acontecimientos de la propia vida, sin saber que lo que le depararía ese ejercicio sería el hecho de volverse escritor. Poco antes había salido a la luz Cómo resucitar a una liebre muerta, la recopilación de los textos de Alfredo Prior (2004), publicados en ramona y Tokonoma −esta última, al igual que Vox, de Bahía Blanca, se editaba desde los 90−; revistas de arte que, tal como El niño Stanton, pisaban fuerte en la escritura y la literatura.