Ahora está claro que el presidente de Estados Unidos es el "odiador en jefe". Atacar a la gente verbalmente parece ser lo que mejor hace y lo que más disfruta. Twitter, como sabemos, es su arma favorita. Lo utiliza para ir tras gente e instituciones que salen en las noticias. Tuiteó para criticar al Comité de Inteligencia del Senado por investigarlo a él en vez de a los medios. Antes de eso, atacó a la alcaldesa de San Juan, Carmen Yulín Cruz, por su "débil liderazgo". Días antes, su blanco fueron los jugadores de fútbol americano y los propietarios de los equipos de la NFL. Antes de eso, fue Stephen Colbert, y antes de eso, el senador John McCain, y antes de eso, el senador Mitch McConnell. La lista continúa.
Pelearse con la gente que sale en las noticias tiene una lógica política: profundiza la polarización del país y eso puede ser una ventaja para el presidente. Diseminar odio hacia las celebridades es parte de su plan de juego.
El principal objetivo de detestar públicamente a alguien es encolerizar a tus críticos para que te odien aún más. Los insultos tienden a provocar posturas más extremas. Un resultado es que Trump convierte a los blancos de su odio, y a quienes los defienden, en una imagen todavía más extrema de lo que las bases del presidente de por sí ya desprecia.
Puede que el uso del odio como una táctica de provocación no sea tan común entre los presidentes estadounidenses, pero sí lo es en otros casos. Los presidentes marxistas son especialmente famosos por eso. Cuando adoptan la lucha de clases, básicamente están adoptando una política de odio hacia un sector de la sociedad, el sector privado. Si el sector privado responde defendiéndose, los presidentes marxistas ganan políticamente porque ahora tienen pruebas de lo que han estado arguyendo desde un principio: que los capitalistas son malvados.
Los presidentes populistas con frecuencia también emplean el odio como táctica política. Para ellos, el blanco siempre es una figura de autoridad. No tiene que ser un capitalista. Puede ser cualquier élite: políticos experimentados, periodistas respetados, profesores ilustres, miembros del clero, celebridades, atletas profesionales y —¿por qué no?— alcaldes de islas pequeñas.
Algunos de los populistas más famosos del mundo durante la última década han sido maestros de este juego del odio. Recep Tayyip Erdogan en Turquía, Viktor Orban en Hungría y Hugo Chávez en Venezuela han utilizado el odio como una manera de polarizar y, por lo tanto, sobrevivir en el cargo.
En algún momento, los tres estuvieron abajo en las encuestas y resurgieron radicalizándose. La radicalización significó adoptar las mismas políticas que la oposición temía más: antisecularismo en Turquía, antieuropismo en Hungría y antipluralismo en Venezuela. Pero también implicó diseminar insultos épicos contra figuras clave en sus países, entre ellos respetadas figuras públicas y celebridades. La lógica tras estos ataques era hacer que la oposición también se volviera extrema.
Cuando la oposición adopta posturas extremas, paradójicamente puede expandir la base electoral del presidente porque provoca una integración de los simpatizantes más fanáticos y los moderados ambivalentes. Los de línea dura responden diciendo: por malos que sean los defectos de nuestro presidente, no son nada comparados con los excesos del otro bando. Los moderados, siendo testigos de los excesos dentro de la oposición, comienzan a estar de acuerdo con ellos.
Mientras que un presidente no polarizador podría pedirles a sus seguidores más extremos que se tranquilicen, un presidente polarizador necesita que enloquezcan. Así puede ofrecerse como protección para sus bases. Por lo tanto, es importante siempre asociar a sus blancos con la ideología del enemigo. Así que cuando Trump atacó a la alcaldesa Cruz, se aseguró de añadir que ella estaba respondiendo a dictados de los demócratas.
Trump ha descubierto los beneficios de hacer que la oposición grite. Y puesto que sabe que sus bases, en el fondo, son una coalición antiélite, entiende que tiene luz verde de su parte para convertirse en el principal iconoclasta de Estados Unidos. Cuanto más desacredite a la gente y a las instituciones de buena reputación, sus bases se sentirán más políticamente satisfechas. Ese es el alimento que se le da a todas las coaliciones populistas antiélites.
Desde luego, la polarización produce una animosidad intensa del otro lado, y eso es riesgoso para cualquier presidente. Al enfrentar este riesgo, un presidente puede cambiar de la dirección de las políticas o cultivar la antidisidencia. Trump está eligiendo lo último.
La antidisidencia requiere exagerar lo infundada que es la disidencia. Por eso es que, en sus tuits de odio, al presidente le gusta invocar el argumento de "Cómo te atreves". Con la alcaldesa Cruz, Trump preguntó cómo se atrevía a criticarlo con todo lo que estaban haciendo los empleados federales por Puerto Rico. Con los jugadores de la NFL, se aseguró de recordarles su "privilegio de ganar millones de dólares" en la NFL.
Dado que la estrategia de supervivencia de Trump es polarizar, sus críticos deben aprender a participar en su guerra de palabras con cuidado. Deben tomar una postura, y al mismo tiempo protegerse de emular la táctica de intensificación del presidente para no validar la imagen que este quiere presentar de ellos.
Sin embargo, la moderación es difícil de mantener, sobre todo si el presidente es el principal polarizador. En determinados momentos, algunos de sus blancos también harán algo imprudente o incluso extremo. Si eso sucede, el ganador más probable será Trump.
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