1971. Siesta de verano. En un amplio patio de una casa de Arroyito, dos chicos leen sentados en el piso de ásperas baldosas. A sus pies, abiertas, sendas revistas dan paso a la ensoñación. En las largas tardes, la lectura alterna con los soldaditos, las carreras de Matchbox y la pelota. Arriba, la parra brinda su sombra protectora. Somos mi hermano y yo. Mi madre, aprovechando que estamos enfrascados en la historia, se aproxima sigilosa con la Kodak Instamatic en las manos y nos saca una foto. Esa foto aún está conmigo.
El kiosco de la esquina de Vélez Sarsfield y Avellaneda era una fiesta. Anteojito, Billiken. Las correrías de Patoruzito, Las andanzas de Patoruzú, Las locuras de Isidoro. El Gráfico, Goles. Pero sobre todo El Tony, D’Artagnan, Fantasía, Intervalo: las revistas de la querida editorial Columba. Dennis Martin, el espía letal y seductor y su amante, la no menos mortal Grace Henrichsen; Hilario Corvalán, el gendarme incorruptible; Roland, el audaz corsario; Jackaroe, el cowboy silencioso; el cabo Savino y Martín Toro, siempre en lucha con los impiadosos malones; Cuentos de Almejas, romántica y lúcida; las sonrisas que provocaba Mi novia y yo, con el perro Tom y el malvado jefe Balbastro; pero sobre todo él, el solitario, el enigmático, el vagabundo sabio de la Antigüedad, nuestro amigo sumerio Nippur de Lagash, la gran creación del legendario Robin Wood. Sus aventuras iluminaron mi infancia.
Las redes sociales suelen transformarse con excesiva facilidad en un espacio venenoso. El odio político y su expresión máxima en la Argentina, el antiperonismo, las transforman cotidianamente en ventanas que se asoman a lo peor de la especie humana. Sin embargo, también pueden erigirse en refugio de los soñadores, en el papel en blanco donde las almas bellas cuentan su historia. Días pasados, mientras contemplaba con estupefacción las bolsas de cadáveres colgadas en Plaza de Mayo –atroz reminiscencia de la dictadura–, un grupo de Facebook me alejó por un instante de tan ominoso paisaje. Las ilustraciones que en él se compartían me remontaron a épocas hermosas. A veranos junto al mar, a cielos de un celeste límpido, a las calles de Refinería cubiertas por las hojas crujientes de los plátanos, al delantal blanco colgado en el ropero. A mi madre. A mi casa demolida. Nippur me miraba, serio. Sin embargo, por dentro, sospeché que tanta severidad enmascaraba una sonrisa.
Los coleccionistas de este grupo del Face atesoran las joyas del pasado. En sus páginas viven los héroes perdidos. En ellas, Nippur de Lagash aún se pierde en los caminos polvorientos, con su espada y su morral, listo para la aventura. El chico que fui aún guarda su imagen como símbolo de la pureza, como espejo intransferible de la felicidad.
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