Se supone que Liliana Heker estaba destinada a las ciencias exactas. De chica le resultaban fáciles las matemáticas. A los diecisiete años ya había terminado el colegio secundario y aprobado con notas muy altas el ingreso a la facultad. Entonces todo indicaba que cumpliría con el mandato familiar. Pero una vez que empezó a cursar la carrera de física se metió en una librería a buscar revistas literarias. Las primeras que encontró no le interesaron casi nada, hasta que cayó en sus manos un ejemplar de la mítica El Grillo de Papel. Leyó la editorial (que decía algo así como "la literatura para nosotros no es un medio de vida sino un modo de vida") y supo que esa sería su revista. Envió una carta y un poema escritos por ella. La respuesta no tardó en llegar. Del otro lado Abelardo Castillo le contestaba que el poema no era bueno pero que en las líneas de la carta se notaba que había una escritora. Y a partir de ahí la convocó a sumarse a la publicación literaria que fue una de las más importantes del siglo XX en la Argentina. Aunque siguió estudiando la carrera durante cuatro años más, ese día las letras ganaron la partida. A los veintiún años ya tenía terminado su primer libro, Los que vieron la zarza (1966), era secretaria de redacción de la revista El Grillo de Papel y por fin decidió abandonar las ciencias exactas.
—Desde muy chica, aun antes de saber leer, vivía imaginando historias. Y también, veía a mi hermana seis años mayor que yo muy apasionada por los libros. Así que apenas tuve la herramienta de la lectura empecé a leer desaforadamente. Me enamoré de la literatura a través de la lectura—, cuenta.
Lo de las matemáticas era una condición casi natural. Le resultaba y le sigue resultando sencillo. Pero lo de las letras fue toda una revelación.
—La primera vez que me dieron una redacción estúpida, de esas que suelen dar las maestras sin imaginación, estaba en segundo grado —explica—. Era una lámina que tenía un señor, una señora, un niño y un perrito. Fue mi primera redacción, naturalmente armé una historia y fue un placer desconocido—.
Pero fue a los diecisiete años cuando un hombre desconocido le criticó un cuento. Ella se enojó tanto que se sentó, tecleó y nunca más paró. Hasta hoy.
Una escritora en un mundo de varones
Allá por los años 60, Liliana Heker era la única chica en un mundo de varones. Eso le resultó un desafío fascinante. Nunca sintió que fuera un conflicto. Al menos, no para ella.
"En las reuniones en el Café de los Angelitos con El Grillo de Papel y luego en el Tortoni con El Escarabajo de Oro, la composición de esas mesas numerosas solía ser así: los jóvenes escritores, las novias de los jóvenes escritores y yo. Porque en esa época era la única que iba por las suyas", recuerda.
Dice que cuando empezó a escribir se consideraba a las mujeres como parte de un subgrupo que era el de la literatura femenina, expresión que siempre le resultó ridícula. En esos años, tenía veinte, le hicieron una entrevista para un suplemento del diario La Razón.
—Entre otras cosas me preguntaron: ¿cómo escriben las mujeres? ¿Qué leen las mujeres? ¿Qué sienten las mujeres? Me sentí un chimpancé. Apenas podía dar cuenta de mí misma y me parecía un disparate tener que dar cuenta de las mujeres. Y pensé: "A ningún hombre escritor le preguntarían una cosa tan idiota como qué escriben los varones y que leen los varones". Ahí me di cuenta de que ser mujer y escritora, si bien no era un problema para mí, era un problema para los demás—.
De esa indignación salió su ensayo Las hermanas de Shakespeare para El Escarabajo de Oro. Texto que años más tarde corrigió al ver cómo las jóvenes escritoras arremetían con todo para ser parte de la literatura argentina.
Heker dice en Las hermanas de Shakespeare: "Para que se entienda: cambiemos por un momento femenino por homosexual. ¿Sería lícito, y sobre todo, sería inocente, hablar de literatura homosexual? La calificación sólo se justificaría si se estuviera estudiando de manera específica la incidencia de la homosexualidad en la escritura (estudio que podría aportar algo al conocimiento de la homosexualidad, no al de la literatura)".
—Lo femenino y lo masculino no son atributos literarios. Nadie nos tiene que conceder el permiso para hacer buena literatura. Una escribe, opina, polemiza, forma parte de la literatura de "prepo". Desde adentro se cambian las cosas—.
Días de docencia
Si algo caracteriza a Heker es que entró a la literatura y dejó su sello no sólo como novelista, cuentista o ensayista sino como docente. Gran parte de su vida la dedica a enseñar y de sus talleres han salido grandes escritores.
—Mi rol como escritora se completa primero con las revistas que sacamos con Abelardo Castillo. No sería quien soy si no hubiese sacado esas revistas. Y también con mis trabajos en los talleres—.
Guillermo Martínez, Pablo Ramos, Romina Doval, Inés Garland, Silvia Schujer, Margarita García Robayo y Samanta Schweblin, encargada de prologar el último libro de su maestra, fueron algunos de los escritores que pasaron por sus talleres.
Hay dos cosas curiosas que sobresalen de la experiencia de taller y que cuenta justamente Schweblin en el prólogo de Cuentos reunidos. En ese espacio no se come —justamente la primera vez que asistió Schweblin llevó para compartir una galletas recién horneadas—, no circulan el mate ni el café y hay que pasar por una entrevista previa para ingresar.
—A mí me encanta y disfruto mucho comiendo. Como cuenta la misma Samanta, cuando se ganan premios o se publica después del taller tomamos un vinito y comemos algo para celebrarlo. Pero el taller es un lugar de trabajo—.
Y acerca de la entrevista previa asegura que a ella no le importa cómo escribe quien viene al taller. Parte de la idea de que uno siempre empieza a hacer mal cualquier cosa. Por eso necesita experimentarse y formarse para encontrarse con lo que busca.
—Quiero que quien viene haya leído y ame la lectura. Cualquier escritor escribe porque primero ama la lectura. Si alguien dice "no quiero que nadie me influya, por eso no leo", conmigo no tiene nada que hacer. Lo otro es la pasión y el compromiso de trabajar los textos y saber que la crítica será implacable. Quien viene quiere ser escritor y si necesita traer diez veces un cuento, lo trae. No se escribe una línea en el taller. La escritura es un oficio solitario, se lee, se discute lo que se ha escrito. El que leyó en base a todo lo que empezó a recibir tiene herramientas para ir corrigiéndolo. Lo que uno escribe de primera intención es un mal necesario, no es lo que uno quiere hacer. Tiene que seguir trabajando viendo ese impacto estético, buscar la intensidad que quiere dar—.
Reconoce que la docencia es una característica suya, desde que se ganaba la vida dando clases de matemáticas y conseguía que esos chicos que estaban signados desde la infancia a ser "malos con los números" no sólo entendieran sino disfrutaran del aprendizaje. Con los talleres le pasa lo mismo.
—Un escritor puede ser excepcional pero no comprender los procesos de la escritura. Si no conoce esos procesos difícilmente pueda intervenir en los procesos de otro, ver qué falla en un texto y cuáles son los caminos. Y eso es independiente del talento que pueda tener al momento de escribir. A mí me gusta indagar esos procesos y me gusta muchísimo comunicárselo a otros, a la gente a la que le interesa la escritura—.
De su proceso de escritura remarca casi como un mantra que "las ganas de escribir vienen escribiendo. Es un error pensar que uno escribe cuando todos los problemas se resolvieron. Uno escribe a pesar de los problemas externos y escribe sobre los problemas externos e internos".
Y también rompe con la imagen casi ideal del escritor inspirado frente a la hoja en blanco de la computadora. "Un escritor cuando está trabajando un cuento o una novela escribe cuando camina por la calle, o cuando se despierta en mitad de la noche y le surgen ideas sobre ese cuento. La escritura no es solo lo visible, ese momento en que ese escritor escribe. Hay una convivencia con el texto que está buscando", sostiene.
La literatura como un mapa
Ni biografía ni retrospectiva. Cuentos reunidos es para ella lo más parecido a un mapa de sí misma. Una cartografía que hace merodear al lector por los temas recurrentes de su obra y por qué no, por sus obsesiones. Fue ella la encargada de seleccionar el orden de la compilación que justamente escapa a cualquier cronología. "Porque los cuentos son cuentos y no datos biográficos", remarca. Es así que en un mismo capítulo se lee el primero de sus relatos (Los juegos, 1960) y el último (Giro en el aire, 2016).
La infancia, el miedo al fracaso, la soledad, son temas revisitados. Hay vida y hay muerte en sus cuentos. Lo cotidiano y lo familiar se entretejen con lo ominoso y lo siniestro pero también con lo afectuoso. Tanto que, como escribe Schweblin: "Estos cuentos ofrecen a cambio la revelación de que, a pesar de todo, se puede ser feliz".
Prefirió que fuesen sus Cuentos reunidos y no sus cuentos completos, porque asegura que no tiene ningún interés en "completarse". "No es la idea de este libro la de terminar nada", dice Heker.
Contenta con la invitación de publicarlo, reconoce que si bien hace más de cincuenta años que escribe cuentos, verlos a todos reunidos provoca cierta emoción. —Acá están todos los que escribí hasta ahora. Abarca mis cinco libros de cuentos publicados y seis cuentos inéditos que dan cuenta de la construcción de un larguísimo proceso de mi vida. Un mapa de mí misma que va mostrando ciertas recurrencias, ciertas obsesiones, que cada uno armará como quiera—.
A todos los siente propios pese a que pueda tener una lectura crítica, sobre todo de aquellos que fueron escritos hace mucho más tiempo. "Lo maravilloso que tienen los cuentos es poder evocar situaciones y personajes que a veces tienen muy poco que ver con una. La realidad, sueños o historias que se escuchan proporcionan temas y el recorte que una hace o la manera de ver también está contándola a una", explica.
Ella dice que el cuento, género que ama profundamente, la invita a trabajar desde una situación pequeña, en cambio al desarrollar una novela ya siente que se mete en elegir varios personajes, todo un contexto.
Pero en su último libro aparecen seis relatos inéditos que son más cortos que los demás. Son textos que parecen pendular entre la narración y la reflexión.
—La literatura es mostrar la posible trascendencia de algo en apariencia intrascendente. Estos textos inéditos cabalgan en un camino más bien reflexivo. Estoy en cierta forma explorando ese tipo de relato. Es algo nuevo, desconocido para mí. ¿Qué mejor que sentir que a esta edad todavía estoy descubriendo algo?—.
La fiesta ajena (fragmento) Nomás llegó, fue a la cocina a ver si estaba el mono. Estaba y eso la tranquilizó: no le hubiera gustado nada tener que darle la razón a su madre. ¿Monos en un cumpleaños?, le había dicho; ¡por favor! Vos sí que te creés todas las pavadas que te dicen. Estaba enojada pero no era por el mono, pensó la chica: era por el cumpleaños. —No me gusta que vayas —le había dicho—. Es una fiesta de ricos. —Los ricos también se van al cielo— dijo la chica, que aprendía religión en el colegio. —Qué cielo ni cielo —dijo la madre—. Lo que pasa es que a usted, m'hijita, le gusta cagar más arriba del culo. A la chica no le parecía nada bien la manera de hablar de su madre: ella tenía nueve años y era una de las mejores alumnas de su grado. —Yo voy a ir porque estoy invitada —dijo—. Y estoy invitada porque Luciana es mi amiga. Y se acabó. —Ah, sí, tu amiga —dijo la madre. Hizo una pausa—. Oíme, Rosaura —dijo por fin—, esa no es tu amiga. ¿Sabés lo que sos vos para todos ellos? Sos la hija de la sirvienta, nada más. Rosaura parpadeó con energía: no iba a llorar. —Callate —gritó—. Qué vas a saber vos lo que es ser amiga. Ella iba casi todas las tardes a la casa de Luciana y preparaban juntas los deberes mientras su madre hacía la limpieza. Tomaban la leche en la cocina y se contaban secretos. A Rosaura le gustaba enormemente todo lo que había en esa casa. Y la gente también le gustaba. —Yo voy a ir porque va a ser la fiesta más hermosa del mundo, Luciana me lo dijo. Va a venir un mago y va a traer un mono y todo. La madre giró el cuerpo para mirarla bien y ampulosamente apoyó las manos en las caderas. —¿Monos en un cumpleaños? —dijo—. ¡Por favor! Vos sí que te creés todas las pavadas que te dicen. Rosaura se ofendió mucho. Además le parecía mal que su madre acusara a las personas de mentirosas simplemente porque eran ricas. Ella también quería ser rica, ¿qué?, si un día llegaba a vivir en un hermoso palacio, ¿su madre no la iba a querer tampoco a ella? Se sintió muy triste. Deseaba ir a esa fiesta más que nada en el mundo. —Si no voy me muero —murmuró, casi sin mover los labios. Y no estaba muy segura de que se hubiera oído, pero lo cierto es que la mañana de la fiesta descubrió que su madre le había almidonado el vestido de Navidad. Y a la tarde, después que le lavó la cabeza, le enjuagó el pelo con vinagre de manzanas para que le quedara bien brillante. Antes de salir Rosaura se miró en el espejo, con el vestido blanco y el pelo brillándole, y se vio lindísima. La señora Inés también pareció notarlo. Apenas la vio entrar, le dijo: —Qué linda estás hoy, Rosaura. Ella, con las manos, impartió un ligero balanceo a su pollera almidonada: entró a la fiesta con paso firme. Saludó a Luciana y le preguntó por el mono. Luciana puso cara de conspiradora; acercó su boca a la oreja de Rosaura. —Está en la cocina —le susurró en la oreja—. Pero no se lo digas a nadie porque es un secreto. Rosaura quiso verificarlo. Sigilosamente entró en la cocina y lo vio. Estaba meditando en su jaula. Tan cómico que la chica se quedó un buen rato mirándolo y después, cada tanto, abandonaba a escondidas la fiesta e iba a verlo. Era la única que tenía permiso para entrar en la cocina, la señora Inés se lo había dicho: 'Vos sí pero ningún otro, son muy revoltosos, capaz que rompen algo". Rosaura, en cambio, no rompió nada. Ni siquiera tuvo problemas con la jarra de naranjada, cuando la llevó desde la cocina al comedor. La sostuvo con mucho cuidado y no volcó ni una gota. Eso que la señora Inés le había dicho: "¿Te parece que vas a poder con esa jarra tan grande?". Y claro que iba a poder: no era de manteca, como otras. De manteca era la rubia del moño en la cabeza. Apenas la vio, la del moño le dijo: —¿Y vos quién sos? —Soy amiga de Luciana —dijo Rosaura.—No —dijo la del moño—, vos no sos amiga de Luciana porque yo soy la prima y conozco a todas sus amigas. Y a vos no te conozco. —Y a mí qué me importa —dijo Rosaura—, yo vengo todas las tardes con mi mamá y hacemos los deberes juntas. —¿Vos y tu mamá hacen los deberes juntas? —dijo la del moño, con una risita. —Yo y Luciana hacemos los deberes juntas —dijo Rosaura, muy seria. La del moño se encogió de hombros. —Eso no es ser amiga —dijo—. ¿Vas al colegio con ella? —No. —¿Y entonces, de dónde la conocés? —dijo la del moño, que empezaba a impacientarse. Rosaura se acordaba perfectamente de las palabras de su madre. Respiró hondo: —Soy la hija de la empleada —dijo. Su madre se lo había dicho bien claro: Si alguno te pregunta, vos le decís que sos la hija de la empleada, y listo. También le había dicho que tenía que agregar: y a mucha honra. Pero Rosaura pensó que nunca en su vida se iba a animar a decir algo así.