En el derecho canónico una sentencia puede ser impugnada por considerarla inválida si fue dictada por un juez coaccionado por violencia o miedo grave (canon 1620, 3º). En un comentario, el arzobispo Stankiewicz, decano de la Rota Romana, dice que esta prescripción es de derecho natural porque el orden público eclesial exige que sobre los jueces no se ejerza ninguna presión grave, ni por las partes, ni por terceras personas. Podríamos agregar que la Iglesia considera que los jueces deben ser personas normales, en el sentido de que no es condición para el ejercicio de dicha función ser héroe o mártir. En otras palabras: una sentencia no puede ser en la Iglesia un acto martirial. La sentencia que dictase un juez puesto en esa tesitura, con independencia de si la presión fuera justa o injusta, sería nula con nulidad insanable. Otra causa de la misma nulidad sería que la sentencia vaya "ultra petita" o "extra petita" (más allá de la acusación pedida o fuera de lo pedido). Tal sería el caso de una condena por un caso no contemplado en la acusación. Canónicamente la nulidad sería entonces por un doble capítulo. El indicado (canon 1620, 4º) y la consecuencia del mismo, que sería la negación del derecho de defensa en ese punto (canon 1620, 7º). Todo lo cual es para el caso de que se impugnara la validez de la sentencia. En los tres puntos se consideraría violado el derecho natural. En cambio, si se considerase que la sentencia es válida pero injusta, habría que probar en apelación, por ejemplo, que se basa en conjeturas, no en hechos probados. A la luz de estos principios es que surgen dudas sobre la sentencia al padre Grassi, aun antes de la consideración a fondo de la misma. Quizá la primera enseñanza frente a esto sea que todos debemos tener el coraje de aceptar la verdad: los jueces, los medios, los periodistas, los políticos, los sacerdotes: todos.