El sonido es inconfundible. No importa dónde se lo escuche, el lugar, la hora del día, en invierno o en verano, siempre es igual, idéntico a sí mismo. Ni bien se cuele imperceptiblemente en los oídos, aunque sea lejano, apenas audible, un susurro que trae el viento desde el más allá, se sabrá de qué se trata. De dónde viene esa melodía que no es difícil de imaginar como el canto de una sirena.
Vaya a saber cuándo fue la primera vez. Acaso de niño, en la caleta de Rowing, cuando soplaba la sudestada del invierno, que es impiadosa, salvaje y también irresistible. Su furia, que salpica de espuma blanca las aguas del río, es una invitación a la aventura. Tanto como un barco solitario que se mece suavemente, mientras llena el aire con un tintineo metálico, agudo y constante.
Suena a campanitas de Navidad y, cuando se está en un puerto repleto de mástiles que escalan tan alto que pinchan el cielo, da vueltas como la calesita de un parque de diversiones de un cuento de terror. Está aquí, allá y en todas partes y es incesante, aunque la tarde sea calma, soleada y el mar, fuente de toda sinrazón, esté planchado, tanto que parece que se puede caminar sobre las aguas.
Es, ya es hora de terminar con el misterio, esa sonoridad mezcla de crujido de maderas, movimiento de olas, batir de telas y, más que nada, choque de copas de cristal; que acompaña a los veleros mientras esperan mansamente en la marina su momento de hacerse a la mar. Es lo primero que se siente cuando uno se sienta a tomar un descanso en La Chope D'Or, en el puerto de Marsella.
Es una de las muchas terrazas que bordean el Quai du Port, la calle que bordea a la ensenada de la capital de la Provenza. Desde sus cómodas sillas de mimbre se tiene una vista inmejorable del enjambre de embarcaciones que duermen el sueño de los justos ancladas a fondo cuando, en realidad, lo que desearían, para lo que vinieron a este mundo, es navegar por el Mediterráneo.
También, de la Basílica de Notre Dame de la Garde que, a la distancia, en la cima de la colina que domina la ciudad, se erige como un centinela atento y vigilante, que no quiere que nada ni nadie se le escape y que está ahí, tan alto como se puede llegar en la ciudad azul, desde tiempos de Carlos V, aunque todavía no era iglesia sino un fuerte desde donde poder prevenir un ataque enemigo.
Por las noches, iluminada, es imponente, pero sólo se la puede visitar de día y hay que juntar coraje para la escalada, que es empinada, con incontables escalones, pero vale la pena. La vista de la ciudad y del Mediterráneo es imborrable, tanto como el majestuoso interior de la iglesia, que respira el inconfundible olor del aire marino, que sabe a sal y a promesas de viajes y largos atardeceres.
Marsella es como una novela de Arturo Pérez Reverte, si uno raspa la superficie siempre, bajo la pintura, que puede tener una o varias capas, hay marinos o veleros o mascarones de proa hundidos en profundidades que nadie quiere siquiera imaginar. Y es en el puerto, más, en su bullicioso mercado de pescado del Quai des Belges, donde cobran vida las verdaderas historias del mar.
No hay que saber francés, ni esforzarse por entender lo que dicen los puesteros, que ofrecen sus mercaderías con la misma pasión con la que gritan los goles los fanáticos del Olympique, para darse cuenta de que lo que dicen, lo que cuentan, para intentar seducir a sus clientes, son aventuras marinas, tan intensas, tan audaces, tan plenas de coraje que harían poner colorado a Poseidón.
Si se sigue el voceo de los vendedores de los mercados callejeros, donde se pueden hallar desde frutas y verduras frescas hasta flores de formas y colores dignos de los salones del Centro Pompidou de París, es fácil perderse. El laberinto de peatonales, callejuelas y avenidas que le dan forma al mapa del casco antiguo es fascinante, pero también un peligro, si se anda con el tiempo justo.
Una cosa lleva a la otra. De pronto, se está frente a la vidriera de La Compagnie de Provence, un coqueto almacén de diseño donde no sólo venden sino que fabrican los famosos jabones de Marsella, y al instante siguiente se encuentra tratando de descifrar para qué sirve ese aparato con forma de plato volador que descansa, detrás de las rejas, en el patio del Museo de la Marina.
Sin pensarlo, sin planearlo, se emprende el camino, a paso firme, rumbo al Centre Bourse, porque alguien advirtió que, entre sus locales, hay una tienda Fnac donde se pueden comprar vinilos a buen precio, y se termina entre los anaqueles de la Librarie Maritime & Outremer, entre cartas náuticas, novelas de Stevenson, Conrad y Melville y catálogos de viajes por los siete mares.
Entonces, lo mejor es ver si, perdida en un rincón, se puede encontrar con una brújula. Una de verdad, no como la del iPhone con la que, sin wifi, se termina más perdido que los náufragos de “Lost”. Y si se da con ella, poner proa hacia el poniente, que es hacia donde van los viajeros que huyen, los que siguen las estelas en el mar, los sonidos del silencio. Tan familiares, tan ajenos.