Carlos Kuri —ese gran psicoanalista rosarino— anda con su voluminoso y sublime libro sobre Piazzolla entre las manos. El libro, que acaba de aparecer, es una auténtica proeza: su calidad y magnitud tienen dimensión planetaria. Tras haberlo escrito, a Carlitos ahora le cuesta transportarlo, aunque no afloja: anda con la maravilla por todas partes. Y a los amigos, se las regala.
Tipos como Carlos son, simplemente, los que sostienen el alma de la ciudad. No hay ningún secreto: se trata de aquellos (y aquellas) que enfrentan este tremendo presente con entereza y honestidad, siempre dando, dando, dando. Y pensando, haciendo, trabajando. Carlos es apenas uno, pero hay muchos más. Muchísimos más. En todos los oficios y profesiones.
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¿Qué le pasa, sin embargo, a Rosario? ¿Qué significa esta geografía golpeada, dividida y desigual, empobrecida y violenta, donde las suturas parecen utopías y las hermandades se han vuelto quimeras, sueños imposibles venidos de otro tiempo?
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Los escombros que deja la muerte, las grietas tan visibles en el día. Hay que cambiar las cosas.
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A las ciudades se las hace caminándolas, sentándose en sus bares, entrando en sus librerías y cines, habitando sus plazas y parques, comprando en sus almacenes y tiendas barriales, defendiéndolas ante los intereses minoritarios, siempre impiadosos. Se debe dar el ejemplo, sobre todo a nivel dirigencial: hay que vivir en los barrios, revertir la fragmentación social. Y dejar el auto para subirse a la bici o tomar el bondi. Andar y estar, en síntesis, con la gente.
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La ciudad no es una teoría sino una práctica, no es un silogismo sino cuerpos que se mueven en las calles. Es una construcción colectiva, un lugar donde sembrar si lo que se pretende es cosechar. La ciudad es una apuesta cotidiana, y también puede ser una fe. Hasta el más pequeño de los actos nobles contribuye a mejorarla: todos somos necesarios.
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La ciudad es, al mismo tiempo, el hincha que grita el gol de su equipo sin ofender al contrario, porque sabe que ese “contrario” es su hermano en el paisaje, aquel que lo va a cuidar de la miseria y el olvido. Muchos, sin embargo, parecen no recordarlo.
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La ciudad debe dejar de ser un espacio de todos contra todos. O los “ganadores” de hoy se convertirán, mañana, en las víctimas. Y a este ritmo, casi todos seremos víctimas.
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Los enemigos de la ciudad son aquellos que solo tienen amistad consigo mismos y con el dinero.
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A la ciudad no hay que dejarla sola ni, tampoco, renunciar a ella. Hay que sentirla, nombrarla, militarla, contarla y también reconstruirla. Ahora. Ya. Hay que salvar a la ciudad herida.