“La irrupción de la peste es un acontecimiento frente al que la vida está desnuda y desguarnecida. Las seguridades, las garantías, la regulación de la incertidumbre y las formas de afrontar estas crisis son siempre el fruto de un trabajoso proceso colectivo, cuyos efectos suelen ser invenciones sociales, culturales, políticas, institucionales, científicas y técnicas”, explica Diego Roldán, docente de la Facultad de Humanidades de la Universidad Nacional de Rosario e investigador del Conicet.
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Tumbas en el cementerio de los Disidentes.
Silvina Salinas (La Capital).
“El cólera: ¿hay o no epidemia?” titulaba La Capital el 3 de enero de 1895, y consideraba que “esto de anticipar el carnaval, en asunto de suyo tan grave, merece la más severa condena. El gobierno tira y retira decretos declarando y negando la existencia del cólera como epidemia. Los laboratorios, los médicos y los departamentos de higiene autorizan y desautorizan la declaración de haber encontrado el bacillus coma en los enfermos del caso”. En la misma página el recuadro “Inmigración” detallaba cifras mensuales de llegados por ultramar. La ciudad tenía unos 60 mil habitantes y el 41 por ciento había nacido en el extranjero, explica Prieto sobre aquellos días también de calor político: José Uriburu, reemplazaba a Luis Sáenz Peña en la presidencia de la Nación.
Tras ese interrogante fue Prieto en la reescritura del tema que realizó en los primeros meses de 2020, en plena cuarentena y con la única opción de investigar on line. Allí encontró el diario El Municipio, que circuló entre 1877 y 1911. “Este diario era fuerte opositor al gobierno municipal de ese momento y polemizaba con el responsable de la Asistencia Pública, doctor Isidro Quiroga”, explica. La controversia giraba en si aceptaba o no que en la ciudad había una nueva epidemia de cólera; la anterior, ocho años atrás, había dejado recuerdos amargos en cantidad de muertos y perjuicio económico.
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Antiguas tumbas en El Salvador.
Silvina Salinas (La Capital).
La muerte
“Cuando en 1895 se dijo que en la ciudad había cólera, Brasil, Uruguay, Chile y Portugal dejaron de comerciar, y Buenos Aires instaló estaciones donde se desinfectaban pasajeros y productos que llegaran en trenes desde Rosario”, explica Prieto. El puerto apareció entonces como un lugar interdicto y la vida cotidiana quedó jaqueada. Entre las actividades prohibidas, la venta de frutas -que se realizaba en las calles- estuvo entre las primeras, ya que en verano recomendaban lavarlas por la gastroenteritis pero justamente el agua era ahora un posible lazo con la muerte. El exportador de granos y las humildes vendedoras con sus cestas compartían el infortunio,
“Las epidemias son siempre un quiebre, una ruptura del tiempo, y abren paso a algo distinto, enrarecido, extraño. Es un acontecimiento colectivo ante el cual no se puede permanecer indiferente. Involucra nuestro cuerpo, nuestro espacio, nuestras rutinas cotidianas, y compromete la continuidad de nuestra propia existencia”, explica Roldán.“Aceptamos que es cólera porque los hombres de ciencia así lo han definido. Hay un hecho que preocupa al pueblo, la proporción de casos fatales con casos nuevos… ¿En qué consiste esto? ¿Es que ninguno se salva? ¿No se hace la denuncia a tiempo? ¿Se asistió mal?”, interrogaba La Capital en la nota “Recrudescencia de la epidemia”, de febrero de 1895.
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Silvina Salinas (La Capital).
“El diario El Municipio dice que con otro diario de Rosario había tomado la decisión de que cuando no hubiera información fehaciente, de que esto era una epidemia ellos no iban a informar, para no crear alarma. El otro diario era La Capital”, comenta Prieto. Y dice que la prensa no quería alarmar ni espantar ventas de comercio y exportaciones. ¿En qué se basaba esa resistencia? En que los únicos médicos que, aun con perfil bajo, admitían el cólera eran los de salud pública. El resto no lo hacía y adjudicaban los males a la gastroenteritis, incluso con esa causa fueron sepultadas muchas de las víctimas.
La discrepancia era fuerte pero Prieto rescata un hecho: la Intendencia desplegó todo lo necesario para enfrentar la epidemia, pintó y habilitó lazaretos, nombró médicos y enfermeros, dictó medidas de higiene y contabilizaba los casos. Era una manera indirecta de certificar la epidemia en medio de tantas presiones para disimularla. Entre las medidas estaban la quema de ranchos y la desinfección de lugares hacinados, mercadería y viajeros. Así lo registraba el diario El Municipio: “Llevaban a los viajeros a galpones reservados, donde se les obliga a quitarse las ropas, de manera que quedan con el traje de Adán… luego se reúne la ropa juntamente con la de las valijas y baúles que son abiertos y vaciados y toda confundida y revuelta es puesta en una especie de estufa sometida a una presión de 75 grados ... al mismo tratamiento se somete a las familias, aunque para ello se emplean mujeres”.
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Silvina Salinas (La Capital).
Para Ernesto Ciunne, escritor e historiador de la ciudad, las medidas de profilaxis también llevaban otra intención. “Los sectores políticos las aprovechaban para establecer un control sobre la población, recorrían viviendas hacinadas, levantaban un registro de cuántos eran y de dónde venían, y de paso observaban si había alguna bandera anarquista colgada”, relata. Y dice que en esa época también aparecen las herramientas de control formal de la sociedad, como los prontuarios. El primer Plan Regulador de la ciudad, de 1873, había determinado la periferia donde residían los trabajadores, hacia donde se volvían las miradas de los sectores más acomodados, buscando en el hacinamiento los culpables de la epidemia.
La vida
El verano transcurría sitiado por el fantasma de la epidemia y el carnaval se acercaba. La Municipalidad reglamentó el festejo prohibiendo jugar con agua y el rechazo estalló en la prensa. La Capital expresó la controversia con un titular antagónico: “Cólera-Momo. Vírgula-Careta”. “Han creído ver en las cabriolas de danzarines traviesos y en las expresiones honestas de los corsos a plena luz y alegría, la procreación de los microbios rosarinos, cuya solución, dicho con respeto, vendrá con los sabañones de julio”. La población acompañaba los comentarios mordaces de la prensa, decidida al cumplir como cada año el ritual de agua y máscaras.
Para el antropólogo y docente de la Facultad de Humidades Diego Viegas las festividades de inversión del orden social, como el carnaval, son una forma determinante y primordial de la civilización humana. Es poner voluntariamente todo patas arriba cuando la rectitud nos es muy familiar y hastiante. La pandemia es cambio: también coloca al mundo al revés, pero de una forma que no involucra la voluntad del hombre.
“Tanto el cuento grotesco como el carnaval están llenos de símbolos y representaciones de finitud, de corrupción, de exigüidad de la vida y al mismo tiempo referidas a la plenitud, exaltación, renovación y resurrección de la vida. Es decir, la vida y la muerte se dan la mano”, dice Viegas. Y explica que la regeneración erótica, los excesos sexuales, alcohólicos, o bufonescos propios del Carnaval no son ajenos a un sentido profundo de muerte y destrucción. “Hay algo de iniciático y de igualación tanto en esta fiesta como en los períodos de pandemia. Los órdenes y estructuras sociales se nivelan de algún modo frente a la muerte. Si el Carnaval es la naturaleza recobrada por la cultura, la pandemia es la civilización golpeada en sus fibras más íntimas por el mundo natural, a través de uno de sus agentes más microscópicos del mundo”, argumentó.
“El Carnaval era una fiesta muy popular que involucraba a todas las clases sociales, eran tres días donde todo el mundo festejaba, carruajes en alta sociedad y carros en las clases populares, corsos, comparsas y sobre todo el juego con agua”, coincide Prieto. Y destaca que también suponía actividad económica para costureras que confeccionaban disfraces. La Municipalidad permitió bailes y comparsas, pero no jugar con agua: resultó inútil.
Fueron tres días en que se jugó como un escape y si bien los bailes fueron un éxito, corsos y comparsas menguaron en público. “Da la sensación de que alguna preocupación había en la gente”, comenta Prieto. Pero la alegría terminó cuando en los días posteriores un repunte del cólera causó la muerte de veinte personas en un día. Mientras la prensa pasaba por alto las cifras, la sorpresa llegó cuando el corresponsal de La Nación divulgó las 247 víctimas que se habían producido en la primera semana de marzo. Cuando a fin de año Quiroga presentó un informe, recién se conoció el número total de víctimas de aquel tórrido verano. “Creo que podemos pensar que ese carnaval a pura agua debe haber tenido algo que ver, me dejó pensando mucho eso”, comenta la historiadora.
“La gente tenía miedo, ocultaba a los enfermos, no querían ir a los lazaretos, y hasta apedreó un carro con cadáveres que intentó pasar por el pueblo de Paganini (Granadero Baigorria)”, relata Prieto solo como ejemplo de las pinceladas gruesas de la vida cotidiana. “En la epidemia de 1895 y el carnaval, ese momento tan esperado de alegría y desborde con una peculiar situación de peste, es difícil no pensar que ese juego de agua estuvo vinculado a las muertes de los primeros días de marzo”, señala.
Según Ciunne, “se decía que era un miasma, que estaba en el aire, hasta que se supo que lo transmitía el agua; en Rosario solo había agua potable en el centro, en los barrios como Sunchales, Refinería y zona sur había pozos y en ningún lado cloacas”. Las colectividades inglesa y alemana necesitaban enterrar a sus muertos, muchos víctimas de las distintas pestes; así surgió el cementerio de Disidentes, en cuyos libros de defunciones se registró el cólera como causa de muerte, según explica su director, Mariano Rubio.
Desde el cementerio El Salvador, la licenciada Sylvia Lahitte, que coordina el Área de Gestión y Preservación en Cementerios, de la Secretaría de Ambiente y Espacio Público, relató que en ese lugar “podemos localizar algunas sepulturas del siglo XlX que coinciden con el espacio de tiempo mencionado y, en muchos casos se hallan agrupadas espacialmente. Siendo uno de los dos cementerios públicos que ya brindaban servicio en la ciudad, se puede inferir que algunos inhumados en los sectores más antiguos fueron víctimas del flagelo de las pestes que asolaron la ciudad entre 1867 y 1900”.
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Si engarza tantas veces la vida y la muerte, ¿cúal es la dimensión simbólica de la peste? “Susan Sontag ha planteado que la enfermedad, en general, produce metáforas. Así, la peste es un condensador de sentidos capaz de proyectar temores, deseos, ansiedades. La literatura muestra fertilidad en cuanto a registrar, desarrollar y destilar esa dimensión de la peste”, comenta Roldán. Y recuerda obras como Diario del año de la peste (Daniel Defoe, 1772), los cuentos de Edgar Allan Poe El rey peste (1835) y La máscara de la muerte roja (1842), el Thomas Mann de Muerte en Venecia (1912) y La montaña mágica (1924), el Albert Camus de La peste (1947) y el José Saramago de Ensayo sobre la ceguera (1995), entre otros. El cine también reflejó el tema. Entre lo más reciente figura la serie “La peste”, que recrea el azote bubónico de 1649 en Sevilla, cuando murió la cuarta parte de los 600 mil habitantes, y la economía de la ciudad herida por décadas.
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Hoy hay todavía un virus en la ciudad, y aunque haya pasado un siglo, la racionalidad declina de igual manera. Y aunque la tecnología sumó un salto cualitativo para enfrentarlo, sigue siendo algo del orden de lo microscópico capaz de sitiar al planeta. Sin embargo, el Carnaval 2022 buscó conjurar, una vez más, a la temible peste.