Un viejo va caminando con un chico de unos tres años. Los acompañan, de lejos, algunos familiares. La imagen que ofrecen de atrás es magnífica y rara. El andar del hombre es cansino, marcando con una inclinación a uno y otro costado cada paso. El nene va saltando hacia arriba de modo que ajusta su traslado al de su abuelo, fácil es deducirlo. El hombre le habla con esa voz dulce pero apagada que deja la montonera de años atravesados, lo reconviene sobre peligros reales e imaginarios. El nene le busca la mano cuando se le acerca un perro; después, en apenas un instante, estará corriendo una paloma para acariciarla. El nene junta ramitas a cada tramo; una le gusta más que la anterior, que tampoco quiere perder, y ahí le pide al hombre que se las vaya atesorando. Aparece un heladero y el ambiente se llena de fiesta. Apenas una mirada iluminada que sostiene una gran sonrisa muestra la alegría que vendrá. Empieza a acercarse a los saltitos a la bicicleta celeste con la caja de telgopor blanca que está debajo de una bocina que repite un sonsonete para llamar la atención y de una sombrilla testimonial. "¿De qué lo querés, de chocolate?, sí; ¿de frutilla?, sí; ¿no querés uno de crema?, sí. No, tenés que elegir alguno, ¿de qué lo querés?". Silencio, sonrisa pícara hasta que sale el número puesto, chocolate. La cara que parece un lienzo monocromático de Pollock y la lengua trata de alcanzar los más lejanos vestigios del helado, que se esfumó más rápidamente de lo que hacía falta.