El señor va y viene todos los días en la bicicleta. Él y sus tres hijos viajan en ella para poder recorrer las veinte cuadras que los separan de la escuela.
El señor va y viene todos los días en la bicicleta. Él y sus tres hijos viajan en ella para poder recorrer las veinte cuadras que los separan de la escuela.
También sirve de soporte a los cartones que consigue y luego revende para alimentar a su familia. Los chicos comen un sandwichito que el papá provee, antes de entrar a clase.
Él muchas veces no come.
La casa del señor de la bicicleta es un rectángulo donde entran todos. Bien juntitos.
El baño, en cambio, es un cuadrado. No tiene techo porque se volaron las chapas en la última tormenta. No hay agua caliente.
El otro día, el señor de la bicicleta se descompuso.
El hijo del medio le dijo: —Papá, ¿vas a vomitar?
El señor le respondió: —¿Y qué querés que vomite, hijito? ¿Aire?
A veces la bicicleta también se descompone. Entonces llegan tarde.
Hace poco comprendí que no todos ven al señor de la bicicleta. Yo misma estuve mucho tiempo ciega ante su presencia.
Por supuesto que había hablado con él. Bueno, en verdad, le hablaba yo a él. Le largaba mi rosario de quejas acerca del comportamiento de sus hijos. Él objetaba que sus hijos eran buenos, pero que los discriminaban. De ninguna manera, le respondía una y otra vez, si aquí estoy yo, políticamente correcta, formada en los principios de la igualdad entre los humanos.
Un día en medio de mi eterna perorata me dijo:
"Señorita, yo hago todo lo que puedo. Y no estoy pudiendo".
Creo que fue ese el fin de mi ceguera y mi sordera. Me vi en él, me reconocí en sus palabras. Tan distinto y tan parecido a mí. Cuántas veces sentí eso que él decía con palabras sencillas, justas y exactas.
Primero fue un gesto, luego una mirada.
El otro día me recitó una poesía que había escrito para sus hijos. Me contó que a él, igual que a mí, le gustaba escribir. Y que cuando podía lo hacía, cuando la fatiga de los días se lo permitía.
Me dijo que estaba leyendo un libro de metafísica. La metafísica no es mi tema, así que la conversación fluctuaba de la metafísica a la física más extrema: ¿Cómo hace para transformar la bicicleta en un transporte escolar? ¿Cómo esa estructura de caño con dos ruedas puede soportar el peso de los cuatro cuerpos? Delgados, por supuesto. Pero con las mochilas a cuestas.
Puede que a esta altura del relato algunos se pregunten por qué no manda a sus hijos a la escuela que le queda cerca. A una que tenga comedor. Yo misma lo pensé muchas veces, aunque no me atreva a confesarlo.
Se ve que él adivina estos interrogantes, porque sin que nadie se lo pregunte él dice que elige esta escuela porque está convencido que es la mejor forma de brindar una buena educación a sus hijos. Y él, para sus hijos, quiere lo mejor.
Mañana se gradúa uno de sus chicos. Termina séptimo. Se hará la entrega de medallas.
Seguro que se vienen todos con la mejor de las sonrisas. Esta vez, no me lo pierdo. Voy a estar en la primera fila, para mirarlos y verlos. Creo que le pego un codazo a la maestra y le entrego yo misma el diploma. Y capaz, que si me animo, le pido que nos saquemos una foto todos juntos. Por supuesto, también con la bicicleta.
(*) Texto publicado en el libro "Días de escuela. Relatos, poemas y decires", María Beatriz Jouve, Editorial Último Recurso.
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