Lejos de ser erradicado de la vida política argentina, el desencuentro de dirigentes (entre los oficialistas y los opositores, y entre ellos mismos) pareciera por momentos que se profundiza. Las divisiones, las rupturas, las diferencias que culminan en descalificaciones públicas (algunas burdas y lamentables) poco ayudan a una necesaria convivencia que derive en acuerdos para solucionar los problemas que nos preocupan a los argentinos. Este desencuentro nacional genera incertidumbre y temores sobre nuestro futuro. Los enfrentamientos y las discusiones acaloradas, con expresiones a veces poco reflexionadas, no condicen con los valores que deben caracterizar a quienes pretendan conducirnos por los caminos de la pacificación, la justicia y el crecimiento. Cualquiera sea nuestra opinión sobre el gobierno actual, no podemos soslayar sus logros en diversas cuestiones, pero, ¿cuánto más se podría lograr si los dirigentes, con la misma pasión y el mismo vigor que ponen en sus duelos verbales, se empeñaran en la plausible e impostergable tarea de debatir ideas y procurar acuerdos que coadyuven en beneficio de todos los sectores de la comunidad? Deben terminar los enfrentamientos y las diatribas. El respeto tiene que imperar en las relaciones entre aquellos que asumen el compromiso de dirigir.