Lectora casi exclusivamente de poesía, Marita Guimpel logró reunir en su última producción como videasta, las sugestivas imágenes que captaban sus bellos ojos verdes -“lo mío es la imagen” repetía una y otra vez-, los poemas con los que se sentía más identificada, y algunas de las páginas más inspiradas y representativas de lo que se conoce como música culta.
Llegó a ese feliz término, pero no sin esfuerzo. Caprichosa, indisciplinada y renuente a someterse a los designios de la pura técnica, desde un taller tan desordenado y caótico como el de Francis Bacon pudo crear arte merced a su formidable imaginación, su creatividad más que contemporánea y el entrenamiento de un ojo capaz de convertir un puñado de hojas secas en la superficie de Marte, o una luz que titila en el estallido de una supernova.
Extraordinariamente generosa, pero también implacablemente severa, la erosionaron tanto el ominoso teatro del absurdo en que vio convertirse al país, como la mediocridad, la mentira y la hipocresía que, cada vez con mayor virulencia, inficionan el entramado del intercambio social.
Con ella integramos una pareja de incurables neuróticos -¿quién puede dudarlo?-, pero nos apuntalamos mutuamente, y tal como lo anota Neruda en el número 20 de sus célebres “20 Poemas de amor y una canción desesperada”: “Yo la quise, y a veces ella también me quiso… / Cómo no haber amado sus grandes ojos fijos”. Lo cierto es que, juntos, compartimos algunas exposiciones francamente inolvidables, y también juntos curamos muestras de una calidad artística superlativa, como la de Emilio Ghilioni en el Espacio Cultural Universitario, o la de Graciela Ceconi en el Museo Firma y Odilo Estevez.
Fue en la contratapa de mi primer libro de poemas donde traté de aprehenderla de algún modo, de ponerla de algún modo en palabras, dedicándole un Epigrama: “Ella intenta en vano / huir de sí misma… / Huye del día / porque cree amar / la placidez de la noche, / y de la noche, porque / añora la contienda del día”.
Enamorada de su primera infancia, que sublimó al punto de rodearla de un halo mítico, fotografió con esmero sus primorosos “vestiditos” de niña, y repetidas veces empleó como tema cuadernos escolares inmejorablemente conservados, en los que descubría la colaboración de su madre, de cuya muerte temprana en un terrible accidente automovilístico, jamás alcanzó a reponerse del todo.
Quizás es por eso que uno de sus últimos videos, además de ostentar una luminosidad fascinante y poco menos que sobrenatural, está dedicado al “Árbol de Diana” de Alejandra Pizarnik, y reproduce versos que para Marita Guimpel debían tener una particular resonancia: “no más las dulces metamorfosis de una niña de seda”.
Pero la muerte -que siempre resulta inoportuna e injusta- impidió que Marita pudiera transmutar en imágenes el poema que más admiraba: “Portrait d’une femme” de Ezra Pound, que, según decía, había sido escrito para ella, y del que transcribo solo un breve fragmento: “Oh, eres paciente, te he visto sentada / durante horas, allí donde algo podía salir a flote. / Y ahora vales la pena. Sí, vales una fortuna. / Eres una persona de interés, uno acude a ti / y obtiene extrañas ganancias: / trofeos sacados de la manga; alguna curiosa sugerencia; / hechos que no conducen a ninguna parte, y un cuento o dos, / repletos de mandrágoras o de cualquier otra cosa / que podría ser de alguna utilidad pero que nunca lo es, / que nunca encaja en ninguna parte ni demuestra utilidad, / ni encuentra ocasión propicia en todos los días por venir”.
Y para seguir honrando el gusto de Marita por la gran poesía universal, dejo en la voz de Henri Michaux el relato de la degradación final, de los vejámenes que la medicina tradicional santifica, y del inhumano desenlace, aterrador: “Añoro los días de tu sufrimiento atroz en la cama del hospital, cuando yo llegaba por los pasillos nauseabundos, surcados de gemidos hasta la momia gruesa de tu cuerpo vendado y escuchaba de pronto emerger como el ‘la’ de nuestra alianza…”
Según la ortodoxia cristiana “los designios de Dios son inescrutables”, en tanto que para el Tao Te King -que habla claro y elude los sofismas- “el cielo trata a los hombres como a perros de paja”. Henri Michaux interroga a su mujer muerta: “Dime, ¿de verdad no volveremos a encontrarnos nunca más?”, y yo, cumplimentado el trámite de su cremación -con Marita “sonámbula ahora en la cornisa de niebla”, como diría Alejandra Pizarnik- volví aferrado a la urna que contenía sus cenizas aún tibias… creyendo hallar en ese calor pequeñito y que menguaba cada vez más, un último y estúpido modo de consuelo…