Lyle
Todo ha pasado: la delicadeza del amor y la luz suave de los días. Las caminatas sin rumbo por los barrios silenciosos y las madrugadas compartidas en bares suburbanos.
24 de junio 2018 · 00:00hs
Todo ha pasado: la delicadeza del amor y la luz suave de los días. Las caminatas sin rumbo por los barrios silenciosos y las madrugadas compartidas en bares suburbanos. Los libros que leímos con los ojos llenos de sueños, tus manos en las mías un amanecer junto al río. Todo ha pasado ya, menos la música.
Verano de 1981. Alguien se va a Estados Unidos y vende una caja de discos importados. Por monedas compramos el tesoro. Y un amigo y yo empezamos a escuchar.
El amigo está lejos desde hace tiempo. Era de esa clase de tipos que lo dan todo sin preguntar nada. Su casa tenía siempre las puertas abiertas y no faltaban el mazo de naipes, la guitarra, la mesa de ping pong en el patio, el mate y el whisky. Él se quedó con varios de los vinilos de la caja y, generoso, me cedió muchos otros.
No sabíamos lo que teníamos. Entre joyas de Neil Young, James Taylor, Graham Nash, Joni Mitchell y Kim Carnes que ya no eran, para nosotros, terra incognita, aparecieron maravillas que ignorábamos por completo. Entre los discos que me llevé a casa estaban, por ejemplo, los dos primeros de Rickie Lee Jones, a quien por entonces nadie conocía (nada demasiado distinto de lo que pasa hoy con la rubia de la voz como un cuchillo). Pero había uno en especial, de sobria presentación, cuyo nombre ―Pat Metheny Group― sobre un fondo blanco como el de nuestros vasos de alcohol no le decía nada a ninguno. Sin embargo, cuando empezó a girar en el Ken Brown y sonaron los primeros acordes de San Lorenzo, el mundo se hizo de nuevo.
El guitarrista exquisito, de sonido sutil, era el líder del cuarteto. Ese tal Pat Metheny, digo. Entonces, claro, internet no estaba ni siquiera en la imaginación de nadie y por lo tanto no podíamos buscar información con un simple click: había que remar mucho por cada dato. Tras una larga travesía y muchas preguntas, descubrimos que el muchacho de cabello encrespado, que se tocaba la vida tanto con su habitual eléctrica como abrazado a una acústica, era el jefe del cuarteto. Pero también aprendimos, de a poco, otra cosa: que detrás de su virtuosismo invariablemente estaba, tan discreto como efectivo, el sonido de un tecladista de excepción. Ese hombre, ligero como una pluma tanto físicamente como en su manera de enfrentar el piano, se llamaba Lyle Mays. Y era a Metheny lo que Richard Carpenter a Karen, lo que Lennon a McCartney, lo que Bud Spencer a Terence Hill, lo que Laurel a Hardy.
Pasaron los años y los discos. Todo cambió. Ese entrañable universo giratorio que entregaba sus secretos bajo la caricia de la púa se volvió nostalgia, primero, y de inmediato prehistoria. El Metheny blanco, por otra parte, ya no estaba conmigo. En una noche salvaje se lo presté a un amigo también salvaje y yo sabía que el préstamo era para siempre. No me importó. Su belleza intangible vivía para siempre dentro mío.
(Pero no soporté y en los noventa lo compré de nuevo, ya como compact. Y muchos otros Methenys se fueron sumando a la discoteca. En la gran mayoría tocaba Lyle. Sin él, no había nada que hacer: todo empeoraba).
Semanas atrás, me propuse revisar la obra completa de Metheny. Cuando aparece un rato, entonces, me atrinchero en el sillón con una copa a mano y reescucho los discos que me formaron. La opinión no cambia: Lyle es tan importante como Pat. Aunque a los discos los firme Pat.
(Aéreo, luminoso, con rasgos debussyanos, el estilo de Mays es inconfundible).
Todo pasó, es cierto. La ciudad, los bares, los amores, los amigos. La ilusión política. La rebeldía en casi todas sus formas, el mar más allá de las ventanas de una casa blanca. Tu cuerpo abrazado al mío un amanecer junto al Paraná. Los días, los meses y los años. Todo, absolutamente todo pasó. Menos la música.