Los hechos alrededor de esa discusión son un misterio para los biógrafos de Carroll. Lo que hubiera sucedido entre ellos estaba supuestamente relatado en las páginas que esas sobrinas nietas arrancaron. Pero como eran mujeres muy religiosas, guardaron un papel con lo esencial del contenido. Ese papel fue hallado en el año 1994. Hasta aquí, los hechos reales. Martínez se sirve de estos hechos para montar una nueva historia de asesinatos en la atemporal Oxford. Y así como en Crímenes imperceptibles el eje narrativo lo eran las secuencias matemáticas, en esta última novela lo serán los símbolos y el universo Carroll.
En diálogo con Cultura y Libros, el autor de Una felicidad repulsiva, ganadora del I Premio Hispanoamericano de Cuento Gabriel García Márquez en 2015, y de los ensayos Borges y la matemática (2003) y La fórmula de la inmortalidad (2005) entre otros, habló de la producción de esta novela, de las ideas que la motivaron, y de los modos de leer atravesados por las lecturas de época.
—Llegás a la novela a partir del encargo que te hacen para prologar Lógica sin pena, de Lewis Carroll. De este modo, te convertís en un estudioso de su vida: leés todos sus diarios y sus biografías. Es decir que tu función comienza siendo más la de un cronista que la de un escritor de ficción. O quizás, en algún punto, estamos hablando de funciones muy cercanas, difíciles de separar.
—Lo que me sucedió fue que encontré un detalle que me pareció que por sí solo daba lugar a una novela. Ahora, cuál era esa novela, podía ser una historia a lo Henry James, tal como Los papeles de Aspern, que cuenta algo muy similar a lo sucedido con los diarios de Carroll: unos papeles de un escritor muy famoso que quedan en manos de sus descendientes. Ellos no quieren venderlos y además los mutilan. Pero como el hecho histórico había ocurrido en 1994 y yo había ubicado en ese mismo año a mis personajes de Crímenes imperceptibles, preferí pensar en una novela policial que pudiera dar una especie de lectura y discusión de esta época al mundo de Carroll. Es decir, en lugar de hacer una puesta en escena histórica, intenté mostrar cuáles son las dificultades para mirar desde esta época, una época anterior.
—En este sentido, definís un nivel Pierre Menard en la novela. Lo que sintácticamente es igual, semánticamente no. A veces, incluso, tracciona conceptos opuestos. ¿Tenías esta idea previa a la escritura, o fue tomando forma a medida que escribías?
—Siempre tengo, al momento de comenzar a escribir, algunos de los sucesos principales. Y luego voy agregando algunas cosas que van más hacia una especie de segundo plano simbólico, de cuestiones que me interesan decir. En este caso, el tema de la repetición, de la copia, el tema de la serie que siempre parece decir lo mismo y sin embargo tiene otro significado. Las mismas fotos que Carroll en una época podía mostrar en público resultarían delitos infames con niñas de la misma edad, pero en otra época. Esas ideas fueron apareciendo a medida que iba escribiendo; es lo que yo llamo la línea teórica. Prácticamente todas mis historias las pensé, en un inicio, como cuentos. Se convierten en novelas cuando aparecen estas líneas.
—En una entrevista pasada hablabas sobre el mecanismo de intensificación de la mirada: el oficio del escritor de mirar algo hasta volverlo extraño. Me preguntaba si te fue posible aplicar este mecanismo como estrategia de escritura en esta historia.
—Sí. Pienso siempre en Gombrowicz, que tiene esa forma de mirar algo que parece obvio —la mano de un mozo, un gesto que hace alguien—. Él lo convierte por intensificación en algo extraño, a veces obsceno, que pareciera que va a desencadenar algo trágico. Me gusta esa idea de lo que acecha en lo real y en lo prosaico. En este caso, Carroll saca alrededor de 2.500 fotografías, y entre ellas habría unas ocho o diez fotos de las niñas desnudas, o con poca ropa. Es decir que estas fotografías son un recorte deliberado de todas las fotos de Carroll. Están elegidas las que tienen justamente a las niñas desnudas y eso crea, por selección, una especie de impresión sobre la figura y la imagen de Carroll que trastoca lo que uno creía. Me interesa analizar la recepción de estas fotos miradas desde esta época. En un club de lectura, Qué libro leo, una de las preguntas que hicieron mientras avanzaban con Los crímenes de Alicia era si las personas que hoy tienen alrededor de sesenta años recordaban cómo era la desnudez de los niños, y si tenían fotografías de ese estilo. Muchos decían que era muy común que a los varones pequeños se los fotografiara mostrando los genitales. Yo tengo fotos así en la playa. La gracia del chiquito desnudo era bastante común; nadie se alarmaba por ello. Por eso me interesa este análisis de las épocas. Y en este ejemplo que doy, no hablo de algo tan lejano, me refiero a gente que tiene sesenta años hoy día, y recuerda perfectamente esas imágenes.
—Una mujer te dijo que no va a poder volver a leer a Alicia del mismo modo, luego de leer tu novela. ¿Cambiaron nuestros modos de leer gracias a la perspectiva de género?
—Creo que sí. Te digo más, me ha pasado también con mis cuentos. A Infierno grande lo han leído profesoras de literatura norteamericana e inmediatamente lo primero que detectaron es el personaje de la francesa, esa mujer que escandaliza y excita a los hombres, como una marca de machismo. No lo leen como un cuento de desaparecidos políticos. El cuento va para otro lado, tiene otro sentido. El problema está cuando la primera determinación que se quiere hacer es si es un cuento machista o no. Es como si fueran a atacar al texto con un aparato que mide primero la corrección en cuanto al género, que es la corrección de nuestra época, porque sabemos que cada época tiene su propio rasero. Es una pregunta muy difícil, uno no puede sustraerse, pero me parece un poco injusto mirar la literatura de otras épocas bajo esta mirada. Ahora porque está en boga la mirada de género, pero en otras épocas era lo ideológico político. No se leía a Borges porque era reaccionario, también se pasaba por el rasero del tener que ser progresista, o revolucionario, o lo que fuera. Hay una línea de literatura argentina que quedó sepultada bajo la simplificación despectiva de testimonio social, y hay autores excelentes a quienes se los etiquetó así y se los olvidó. Me parece que todas esas miradas son reduccionismos y lamentablemente hay algo del ser humano proclive a esa facilidad para etiquetar y librarse de los problemas de pensar. Yo aspiro a que haya lecturas que sean sutiles, que puedan separar las cosas y que puedan apartarse de esa música de época. Cuando iba al taller de Liliana Heker, ella tenía esta frase: “Un escritor no le puede tener miedo a la imaginación”. Todo tiene que estar permitido en el territorio de la naturaleza humana. Después, en la vida civil, por supuesto que no. Caso contrario, no podríamos abordar una obra de Shakespeare, no se podría haber escrito Lolita. Sí advertí que fue un poco incómodo para algunos leer la novela. Es un tema delicado, lo entiendo, pero creo que hay que saber separar al autor de la criatura de ficción.
—¿Tenés ciertas reglas construidas al momento de escribir?
—Sí, me interesan sobre todo tres cuestiones: en primer lugar, la originalidad, en el sentido de tener ideas que uno pueda sentir que en algún punto son hallazgos, una variación de un tema, una reencarnación o un final imprevisto, una voz. En concursos, o cuando tengo que seleccionar autores, siempre es algo que miro: que no me suene como lo que ya sé, que haya algo que se salga de lo obvio. Para mí la literatura es sobre todo poner en jaque al sentido común. La segunda es el saber hacer, la maestría en la ejecución. Un escritor es alguien formado, que maneja sus materiales, que uno tiene la sensación de que esa persona sabe escribir. Me puede gustar más o menos su mundo, pero sabe lo que está haciendo. Y la tercera está emparentada con la originalidad y es la clase de escritura. A veces hay originalidad de temas, pero no de mundos. A veces la escritura sí es original pero el mundo no te convence. Para mí las tres cosas tienen que estar; una escritura muy plana también baja todo lo bueno que pueda tener por otros costados.
—Recientemente estuviste en nuestra ciudad, visitando la Feria del Libro. Crímenes imperceptibles ha sido un libro muy implementado en escuelas secundarias de Rosario; hay experiencias interesantes respecto de la recepción del estudiantado.
—Qué bueno. Me han comentado experiencias sobre la lectura del libro analizado entre las clases de literatura y las clases de matemáticas. Y creo que incluso cuando no se busque analizar en profundidad esos capítulos específicos, el sentido es que se escuche hablar a los matemáticos, que se perciba que hay cierta profundidad filosófica detrás de la cuestión de qué significa lo verdadero, qué significa lo demostrable… Y luego cada uno explorará en mayor o menor profundidad, si así lo quiere.
—Uno de tus lectores de confianza pensaba que a muy poca gente le iba a interesar leer un libro con tantos capítulos relacionados con la matemática. Sin embargo Crímenes... tuvo un éxito descomunal. ¿Tenés en tu cabeza un lector ideal al momento de escribir?
—Lo que yo busco es cómo volver inteligible lo que pienso. Del mismo modo, cuando un matemático tiene que probar un teorema, está pensando en que lo va a leer otro matemático competente, que tiene que poder entender los pasos de su razonamiento, entonces tiene que dejarlo lo más claro posible para que no haya ambigüedades. Uno tiene una intención, ya sea poética, simbólica; pero en literatura más que aclarar tenés que oscurecer. Pienso que en el fondo, ese lector ideal es como si fuera uno mismo, alguien con una biblioteca similar y con similares competencias. Por ejemplo, yo trato de no ser redundante, repetitivo, porque eso me molesta mucho al momento de leer, entonces trato de evitárselo a quien me lea. Es decir, las cosas se dicen una vez y el que lo vio, bien, y si no, paciencia. Ahí me guío un poco por lo que dice Borges acerca de los procedimientos indirectos: se tiene que percibir por debajo una cantidad de cosas, y uno no debe remachar conceptualmente. Es cierto que hay una cantidad de cuestiones que hacen a la estética propia como lector, pero no es que yo piense en un lector determinado, porque además el lector es siempre un mundo de malentendidos. Cuando ves cómo muchos lectores a la vez leen tus libros, te das cuenta de que cada uno lee diferente, como se le ocurre, toma las partes con la que es afín y deja las otras, o no las entiende del todo. No es un juego perfecto donde vos decís “abc” y del otro lado llega: “abc”. Llega algo, que coincide parcialmente con lo que vos quisiste decir. Para mí la figura del autor con el lector es como el tenis: es interesante cuando es equilibrado, cuando los dos rivales tienen un nivel de juego parejo y lo que se intenta decir en todos los niveles se recoge también en los distintos niveles. A veces los lectores no alcanzan a ver todas las referencias, los planos, o a veces es el autor quien queda por debajo. En las traducciones esto también queda muy en evidencia. Una cosa es que entiendan lo que quisiste decir y otra que entiendan la manera en que quisiste decir algo, que lo puedan reinventar en un segundo lenguaje con las mismas sutilezas, evitando lo que uno evitó. Muchas veces, una frase está puesta de cierto modo solamente para evitar un lugar común y uno necesita que el traductor también haga ese juego.