Por Santiago Beretta
Así presentaba el artista plástico Rodolfo Elizalde el período que bautizó como "Paisaje urbano". Se trata de una serie de obras que comienzan a mitad de la década del setenta y se extienden hasta fines de los ochenta, y que hoy se redescubren a partir de la muestra "Mirada urbana", exhibida hasta el 28 de julio en el ECU (Espacio Cultural Universitario), de calle San Martín 750.
Además de los óleos, las acuarelas y las témperas que componen el grueso de la producción y que han sido vistas en numerosas exposiciones, pueden verse collages hechos con cartón, recortes de revistas y cartulinas, bocetos, dibujos y pruebas con distintos materiales de trabajo. La exigencia que tenía Elizalde respecto de su propio trabajo probablemente lo haya disuadido de exponer estas piezas de gran valor; piezas que por un lado dejan ver con total intensidad los distintos momentos de un proceso creativo, pero que al mismo tiempo resultan pequeñas obras en sí mismas.
Este acercamiento a una faceta poco conocida del artista, una especie de relectura y rescate de la parte íntima de su trabajo, se debe a la curaduría que realizaron Hugo Cava, Edith Busleiman y Martina Elizalde. Aunque Elizalde, vale aclarar, no por nada guardó cuidadosamente, durante décadas, todo lo que hizo, desde el más logrado collage hasta un borrador en lápiz que le servía para calcular medidas y perspectivas.
La mirada urbana de Elizalde, que nació en Bahía Blanca en 1932, llegó a Rosario en 1950 y falleció en el 2015, parece ser la conjunción del afecto por un paisaje que, décadas después, se mostraba igual a sí mismo, y las posibilidades plásticas que permitían los frentes de las casas.
Tras un largo periodo de participación en grupos de vanguardia que habían dejado de lado la pintura de caballete, Elizalde regresaba al trabajo solitario y a la pregunta por el propio deseo desde su lado más íntimo.
"Una vez que finalizaron Tucumán Arde y el Ciclo de Arte Experimental me encontré con que iba a volver a pintar. Pensé en trabajar con algo de mi zona de afecto, de mi barrio, y pinté la fachada de la casa de Norma, donde ahora hay un edificio de varios pisos. Ella era peluquera, había puesto la peluquería en el comedor, su marido era tachero. Los dos me gustaban, los apreciaba mucho", recordaba el Colorado.
Ese fue el puntapié, en el año 1976. Desde ahí y hasta 1989 se sucedieron uno tras otros caserones, frentes, techos, tanques de agua, persianas, esquinas, paredones, paredes de ladrillos y, también, alguna que otra chimenea industrial.
Fue el momento del color gris. El gris de la ciudad. Luego vinieron los colores encendidos, predominantes en los paisajes rurales que pintó en los noventa, y en las flores, plantas, naturalezas muertas e interiores en los que incursionó del 2000 para acá.
Hay obras que se sostienen en una rigidez casi absoluta. Otras en las que se percibe cierta movilidad de las formas. Lo cierto es que, en todas, las líneas rectas —el uso preciso de la regla y la escuadra— dominan la imagen. En los cuadros finales aparece algo de vegetación: un arbusto, un árbol, una maceta sobre una terraza.
Primeramente pintó y dibujó con tempera. Luego vinieron las acuarelas y los óleos. Más de una vez explicó: "La témpera me permitía sentirme como en borrador, no en limpio como con el óleo. Estaba como ensayando y pintaba en borrador. Con la témpera, además, se puede dibujar mucho más, y en esa época dibujé con pintura: agarraba un pincel fino y hacía las barandas de los balcones con regla".
En Mirada urbana se pueden ver cincuenta y siete cuadros, algunos que no se habían mostrado nunca ni estaban enmarcados. Son aproximadamente la mitad del total que datan de aquel momento más que productivo.
En Calle Salta, óleo de 1980, aparece la oscura pintura antihumedad que Elizalde nombraba. En La persiana, témpera de 1977, se ve cómo el amarillo de una persiana, justamente, cobra un extraño brillo en relación con los colores fríos que predominan en los otros cuadros.
"Era muy sistemático —reconocía—, siempre hacía varios bocetos. Salía los domingos a la mañana, llevaba hojas blancas y una birome. Cuando veía algo que me interesaba, paraba y me ponía a dibujar. Algunos vecinos me miraban con desconfianza, me preguntaban si era de la Municipalidad. Yo les decía que me gustaba dibujar".
Entre los dibujos y bocetos que guardaba en su taller hay expuestos sesenta. Se incluyen grabados, y dibujos en birome, lápiz y pastel. Pueden observarse en detalle, por ejemplo, seis momentos diferentes de una vieja puerta de madera: los dos primeros, en un escueto blanco y negro, buscan dar con las formas y las ubicaciones de los elementos de la obra; los cuatro restantes prueban distintas combinaciones de colores.
Un acierto de esta muestra es, sin dudas, la obra Paredón blanco, de 1987, en la cual detrás de un tapial esquinero asoma un depósito. Es un díptico, si se quiere, compuesto por un óleo y un collage. Es decir, se presenta una misma imagen construida con materiales diferentes. El collage tiene un detalle de una simpleza arrolladora que es casi una genialidad: emula con cartón corrugado las chapas del galpón.
En su conjunto, el material expuesto invita a descubrir —en toda su dimensión y como nunca se lo había hecho— una propuesta artística construida sin aspectos decorativos. Obras que dan forma a un ascético paisaje urbano pero que no son de ninguna manera, como reflexionó Elizalde, obras paisajísticas, ni costumbristas ni románticas. Quizás son obras que están hablado de la apropiación de un lugar en su aspecto más frío, de alguna manera duro en su intimidad. En cualquier caso, esa ciudad reinventada que ahora es parte de la memoria de la ciudad está ahí, en silencio, dispuesta a dejarse escuchar e insinuando su misterio.
El depósito (témpera, 1977).