A Horacio Vargas se lo conoce como periodista (editor histórico de Rosario/12) y escritor (las biografías de Fito Páez y Roberto Fontanarrosa, una crónica sobre el origen de Rosario), pero una tercera faceta de su personalidad también lo define con certeza: su amor por el jazz.
El Nene, tal como lo conocen sus numerosos amigos, acaba de lanzar al mercado un libro que continúa la exitosa receta que aplicó en Gente con swing (publicado en 2018): en Gente con swing II agrupa textos que tienen como eje a un género musical de vitalidad incomparable. En diálogo con este suplemento, explicó las razones que sostienen su pasión jazzera.
–Vos sos un tipo que viene del rock, y a nivel familiar, del tango. ¿Cómo se da tu encuentro, y posterior amor para toda la vida con el jazz?
–Efectivamente, yo vengo del rock progresivo, como se llamaba al género a fines de los setenta. Yo quería ser guitarrista pero abandoné rápidamente. Prefería disfrutar escuchando a los ídolos: Pappo, Spinetta, Jimmy Page, Ritchie Blackmore, Jimi Hendrix. En mi casa siempre se escuchó música. Mi viejo era un gran tanguero, gran escucha de notables cantantes como Angel Vargas o Alberto Marino, le encantaba la orquesta de Juan D'Arienzo. Literalmente quemaba al Wincofón, que soportó varias mudanzas. En ese aparato escuché por primera vez el vinilo Artaud de Spinetta. Y mi viejo, desde la cocina, me dijo, “me gusta”. Yo llego al jazz por una música que hacía furor entre los jóvenes rockeros de entonces: el jazz rock, el jazz electrificado… Y me volví fana de Return to Forever, descubrí al guitarrista Jeff Beck. Y de ahí a la tradición: Charlie Parker, John Coltrane, Miles Davis, Duke Ellington… Y desde entonces el jazz –todas sus etapas, todas sus manifestaciones– es la música que me acompaña, es parte de mi vida, como aficionado, productor y escritor.
–¿Cómo lo escuchás? ¿Solo, o lo compartís con la familia? ¿Spotify, compacts o vinilos?
–Escucho música mientras trabajo en casa –desde hace seis meses, teletrabajo periodístico–. Recomiendo dejar de escuchar las noticias de las radios de la primera mañana por un standards bien tocado en Tidal, la mejor plataforma digital por calidad de sonido. Escucho música en mi compactera y vinilos en la querida Lenco 80, una sueca hermosa. Eso sí, está prohibido escuchar música mientras se lee un libro.
–¿Qué es el jazz?
–En su origen: el sonido afroamericano, mezcla de tiempos sincopados y el sentimiento del blues. Hoy: una de las músicas maravillosas del mundo.
–¿Cuáles conciertos o recitales recordás como los mejores a que hayas asistido en tu vida?
–Sin dudas el de Bill Evans en el teatro El Círculo. Seríamos doscientas personas, lo gracioso es que con el paso del tiempo ¡todo Rosario estuvo en ese concierto! Maldigo haber prestado el cassette de la grabación que me regaló uno de los asistentes y nunca volvió a mis manos. Yo entré a ese recital como fotógrafo profesional. La cámara, una réflex con el resto de equipo, me la prestó el fotógrafo para el que trabajaba de asistente de laboratorio. Tenía 19 años. Gary Vila Ortiz –otro de los asistentes– me contó que le impresionaron las manos de Evans, hinchadas de tanta cocaína. Recuerdo también el concierto de Lee Konitz en el Centro Cultural Parque de España, en mi calidad de productor. Cuando terminó el concierto, escuché a un periodista de espectáculos de entonces decir: “Había que estar acá”. Nunca entendí si era una confesión cholula o una afirmación de rescate cultural. El tercer recuerdo es haber visto tocar a Ravi –hijo de John Coltrane– en la casa del jazz, Village Vanguard, Nueva York. Me temblaban las piernas de estar pisando tierra santa de los jazzeros.
–¿Hay una “escuela argentina de jazz”? Y en Rosario, ¿cuáles son los nombres que destacás?
–Descreo absolutamente de la argentinidad del jazz, de los cruces con el tango y el folclore, de los experimentos que no conducen a nada nuevo. Sí hay una gran escuela de jazz dictada por grandes profesores-músicos, como Ernesto Jodos, que sirvió además para lanzar al escenario a talentosos y estudiosos músicos jóvenes. En Rosario hay una tradición, claro, que arranca con la maravillosa Escuela Sociedad Protectora de la Infancia Desválida (donde aprendieron a tocar Gato Barbieri, su hermano Rubén, Hugo Pierre, Risiglione), prosigue con el Chivo González –que tanto aportó para su desarrollo en una ciudad esquiva– y termina en la Escuela Municipal de Música, con Julio Kobryn y Carlos Casazza. Una vez, el amigo José Luis Cavazza le preguntó a Pierre qué le faltaba por hacer. “Mi sueño es tocar bien jazz, ser un buen solista y vivir del jazz, cosa bastante difícil porque el jazz y el crimen no pagan”, le contestó con ese humor negro y bien rosarino, ¿no?
–Haceme una lista de los jazzmen que amás. No importa si es larga.
–A los ya mencionados agrego a los saxofonistas Lester Young, Ornette Coleman, Coleman Hawkins, Sonny Rollins, Dexter Gordon y Archie Shepp; a los trompetistas Freddie Hubbard, Chet Baker, Clifford Brown y Donald Byrd; a los pianistas Thelonious Monk, Keith Jarrett, Red Garland y Andrew Hill; a los contrabajistas Charles Mingus, Paul Chambers y Ron Carter; a los bateristas Tony Williams, Max Roach y Paul Motian; a los guitarristas West Montgomery, Jim Hall y Pat Metheny, y a Billy, Ella, Sarah, Sinatra, el tano Bennett, las voces de siempre.
–La última: ¿a qué escritores y periodistas considerás como los más unidos al jazz?
–Escritores: Cortázar, Murakami, Kerouac, Antonio Muñoz Molina, Carlos María Domínguez. Periodistas argentinos: Juan Sasturain, Carlos Sampayo, Sergio Pujol, Diego Fischerman y Santiago Giordano.
Pero toda selección –todos los nombres mencionados en esta entrevista– siempre será incompleta.
A propósito de asociar música y literatura, Murakami decía algo revelador sobre su método de trabajo: construía frases como si tocara música. En especial le sirvió el jazz porque de principio a fin hay que mantener un ritmo preciso y sólido.