La primera vez que Carlos Bernatek se mudó a Santa Fe tenía 18 años. Parece haberse impregnado de sus rasgos identitarios de tal manera de recrear todo lo amoroso y patético que comportan. En sus novelas y en su conversación en Rosario, desfilan las jornadas de cine club de principios de los setenta, la escuela de documentalistas, la herencia de Fernando Birri, el teatro experimental, el diletantismo de la gente por la calle San Martín a la tardecita, cuando se despierta de la siesta, los veranos en la playa de Guadalupe.
“Con la dictadura llega la hecatombe: desaparece todo, no solo la gente del modo salvaje en el que ocurrió. Siempre me llamó la atención que en una ciudad con ritmo de vida pueblerino hubiera semejantes índices de salvajismo. No se salvaron ni personas supuestamente a cubierto, por ejemplo el intendente Campagnolo, que padeció unas torturas terribles”, apunta Bernatek en un ejercicio de memoria. “Quedó una Santa Fe diferente, chata, que tardó en recuperarse. Algunas cosas se perdieron para siempre: a la gente que se instaló en otro lado le costó volver, con hijos, con obligaciones, con trabajo… Saer no volvió, por ejemplo”, ilustra, con nostalgia de una vida comunitaria que se ha ido extinguiendo pero late al menos en las peripecias de sus criaturas literarias. Y de un modo que en general antepone la comedia al drama. ¿De dónde viene esa voz coloquial, tan familiar al punto de que entramos rápido en un territorio de proximidad con lo narrado?
“No tengo registro de que sea muy diferente a otras voces. Lo que veo es la recidiva que me dejaron lecturas y películas, que me transmitieron un lenguaje más que una imagen”, señala con perfil bajo y cita al cineasta Lindsay Anderson, director de Hospital Britannia, Un hombre de suerte “y de una película que me voló la cabeza cuando estaba en el secundario en Buenos Aires, en una escuela muy rigurosa de curas arcaicos. If, la primera película de Anderson. Trata de chicos de un colegio clásico inglés que descubren armamento en el sótano y empiezan a acribillar a todos los directores y prohombres de la escuela”.
—¿Encontrás algo de eso en tu obra?
—El tono, muy jodón. Había un modo de narrar cosas rigurosas y serias sin perder el humor.
—Varones solos, abandonados por sus parejas, protagonizan la trilogía. Muy tanguero, justo cuando están en boga narrativas con las mujeres y disidencias en primer plano.
—Son libros que para mi sorpresa les interesan mucho a los jóvenes. Nadie puede rescatar hoy la ética del tango como elogiable, al machirulo yo lo parodio todo el tiempo. Son tipos vencidos por la vida. El concepto de sexualidad corresponde a su generación, no les puedo plantear la impostura de ser comprensivos con el colectivo LGBT. No hay verosímil, es gente formada en otra escuela. No están dispuestos a asimilar los cambios.
—¿En qué estás trabajando en este momento?
—Tengo un libro de cuentos terminado que creo va a salir el año que viene y una novela empezada que transcurre en Buenos Aires y me llevará tiempo porque es de largo aliento. Es más suburbana aunque hay cosas de la Capital, no es tan protagónico el sitio como la historia que se narra. Tiene que ver con la dictadura: encontré algo que me interesa argumentalmente, sobre un personaje secundario de la represión muy lejano al arrepentimiento. Es una historia casi dostoievskiana.