“Cuando decimos que todo tiempo pasado fue mejor, condenamos el futuro sin conocerlo”. Francisco De Quevedo
“Cuando decimos que todo tiempo pasado fue mejor, condenamos el futuro sin conocerlo”. Francisco De Quevedo
El cuerpo llevaba mucho tiempo inmóvil, caído sobre las escaleras. Ya nadie recordaba su pelo de otra manera que no fuera ese largo y plateado río, si es que alguna vez fue distinto; mucho menos si el suelo había sido de color marrón anaranjado.
Desnudas se exhibían numerosas heridas y algunas cicatrices, que causarían horror o pena a cualquier pasante, salvo a la indiferencia. Finas líneas recorrían su rostro, por donde habían viajado gotas de sudor y lágrimas de alegría y de dolor. La palidez de su piel contrastaría con el brillo de sus ojos si estuvieran abiertos, o con el de su corazón. Todas sus imperfecciones eran únicas y perfectas, cada marca era su belleza misma.
Nadie sabía cuándo había nacido ni mucho menos quién era; simplemente estaba allí. En un principio había sido conocida y admirada por su cabellera, pero pronto la vista de los hombres se posó en cuerpo, cada curva la volvía irresistible, y no encontraron motivos por los cuales seguir resistiendo. Lo que en principio habían sido caricias se volvieron rasguños que llegaron a su corazón, y no se detuvieron.
Poco a poco, aquel inmaculado ser se volvió cada vez más vulnerable. Su cegadora belleza condujo a la codicia y, en el afán de embellecerla, acabaron por lastimarla. La cubrieron con atavíos que no le brindaban calor, cargó con joyas que opacaban el brillo de su alma, y el maquillaje de sus ojos prácticamente inhibía su vista y ofuscaba la de los demás. Todos la utilizaban en abuso pero en esta componenda no hubo quien procurara darle lo que realmente necesitaba, nadie se percató de sus dolores, de sus sentimientos; y con el tiempo aquellos que confundían amor con lujuria acabaron por devastarla.
Sentía el dolor pero no reaccionaba, tal vez por miedo, por impotencia o por ignorancia, por no saber cómo lograr que esa tortura acabara. Entre puñaladas, sus gemidos de auxilio eran imperceptibles y, ante tal abandono, se rindió, librándose a la merced del destino; que era de todos y que sólo en sus sueños se veía posible.
Seguía allí inmóvil, algunos creían que había cambiado, creían verla más bella, su apariencia podría ser distinta, habían hecho mucho para cambiarla, pero cambio no siempre es progreso; verdaderamente todo seguía igual, salvo el tiempo.
Pasaron los años al igual que pasa la gente y aquella figura se tornó rutina, ya no llamaba la atención verla, de ser aquel solemne imperio se convirtió en otra de las tantas ciudades, su candor había sucumbido bajo los maltratos y exigencias. A simple vista costaba creer que alguna vez podría haber sido otra cosa que ese cuerpo demacrado.
Es inútil buscar el brillo de una Virgen en su cuerpo, sabiendo que éste está en su alma. De nada sirve construir un puente que una ciudades si dentro de sí mismas están fragmentadas. Los trenes que llevan gente a donde sea velozmente son inútiles si no logran llevar felicidad. Las luces son inservibles si solamente pueden iluminar los monumentos más vistosos, pero dejan en tinieblas las zonas más sombrías, donde el hambre se sacia con sueños y el frío con cariño.
Por años, día tras día, ya prácticamente acostumbrada, sufrió los mismos tormentos, y la más significativa pérdida no era ahora aquella olvidada gracia, sino la esperanza.
Pero una nueva mano se le acercó, y esta vez no era para lastimarla, la mano de quien en su infancia se las había visto cara a cara con quienes la maltrataban, quien sufrió su decadencia en sangre propia y quien no tuvo más remedio que tolerar los maltratos desde su impotencia, acumulando ira y tristeza que con el transcurso del tiempo fueron creciendo.
Y esos sentimientos salían a la luz ahora que finalmente lograba hacerse escuchar, pero sabía que era inútil buscar venganza, simplemente frenó el puño de quienes seguirían lastimándola y los alejó de ella tanto como pudo. Y fue porque indudablemente la amaba y no por avaricia que logró que ningún otro volviera a acercársele para su propia satisfacción.
Y al tenderle la mano logró que se levantara. Indudablemente era la pieza que faltaba para que todo funcionase; la tripulación del barco monumental, que durante tanto tiempo había estado anclado, petrificado, ahora lograba zarpar.
No sólo recuperó todo aquello que por tantos años había desaparecido, el brillo de sus ojos y de su corazón fue tan fuerte que jamás nada podría volver a lastimarla.
(*) Alumno de 4º año del Colegio San Bartolomé.
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