El reloj Omega tiene más de seis décadas y funciona en mi muñeca como cuando mi abuelo lo llevaba puesto y salíamos a caminar por la ciudad. Él era visitador médico y yo un chico que no llegaba a los diez años pero para quien cada viaje de Buenos Aires a Rosario significaba encontrarse con la persona que más amaba en esa pequeña vida. En los primeros setenta vivía en la Capital Federal, hoy llamada Caba, y una vez por mes volvía a estos pagos con mis padres. Rosario y su cercanía con la metrópolis para luego convertirse ella misma en la metrópolis, porque la otra ciudad, la de la cercanía, se transformó en una cosmópolis. Mi abuelo llevaba un maletín lleno de muestras de medicamentos y de la otra mano iba yo. Partíamos en ómnibus desde el lejano oeste. Córdoba y Barra. Nos subíamos a la B (hoy 115) y recalábamos en el centro. A veces pasábamos por el café Japón, que quedaba en Santa Fe entre Sarmiento y San Martín. En ese bar mi abuelo iba a visitar a su tío Juan Foster, viejo trabajador del ferrocarril que se había jubilado muy joven por su sordera, y desde aquel momento no hizo otra cosa más que ir de bar en bar, jugar a la lotería o la quiniela y mirar la vida pasar. Juan parecía un linyera, se vestía con ropa dos números más grande, al igual que sus zapatos, que parecían los de Chaplin. Se entendía por señas con mi abuelo, las mismas señas que años después compartíría con mi madre cuando el viejo Foster iba a comer todos los mediodías a mi casa. A una cuadra del café japonés funcionaba el Consulado inglés: en Santa Fe 939.
Graham Greene escribió dos libros que tuvieron un vínculo con Rosario, uno fue Viajes con mi tía (1969) y el otro El cónsul honorario (1973). Dicen que Greene llegaba al país invitado por Victoria Ocampo, quien hacía de anfitriona de muchas celebridades de la cultura internacional que pisaban suelo argentino. Si bien no puedo precisar la fecha ni la fuente, el mítico escritor inglés visitó en más de una oportunidad Rosario y conocía algunos rincones de la ciudad, entre ellos los hoteles Italia y Riviera y el Consulado inglés, donde seguramente pasó algunas tardes. En El cónsul honorario se menciona a Rosario y la dirección específica de Santa Fe 939.
Mi abuelo era descendiente de ingleses que trabajaron en el ferrocarril como el viejo Foster y una rama de ellos provenía del circo de Frank Brown, el payaso inglés que formó parte de la compañía de los hermanos Podestá y que a su vez tuvo su propia carpa circense que fue incendiada para los festejos del centenario en 1910. Mi tatarabuelo (de acuerdo al relato familiar) fue el clown del circo, y mi bisabuela y bisabuelo eran trapecistas. Algo que todavía no pude confirmar debido a las historias que mi abuelo cargaba con dosis de ficción nunca comprobables. Lo cierto es que en esa época, mientras visitábamos a los médicos a los que mi abuelo les dejaba muestras gratis, pasábamos por lugares como el café de los japoneses o el Consulado inglés. Si bien yo era muy pequeño, recuerdo ese edificio con un ascensor con puertas tijera, de los que ya cada vez quedan menos. Fue una mañana, y no era la primera vez que estaba en esa oficina. Mi memoria puede fallar pero recuerdo a un hombre alto, vestido de traje, al que presentaron como a un escritor. Mi literatura de aquel momento era la colección Robin Hood, libros a los que en mi preadolescencia les fui sumando algunas novelas de espías como las de James Bond, pero todavía estaba lejos el tiempo de descubrir a Greene, aunque quizás hayamos compartido unos momentos esa mañana rosarina de hace cincuenta años. Mi abuelo falleció un año después de la publicación de El cónsul honorario y esa muerte fue una de las penas más grandes que recuerde en mi vida.
A fines de los años noventa, específicamente en diciembre de 1997, filmé la película El asadito, que cambió radicalmente mi carrera y se convirtió en una de esas pelis que dejan una marca a pesar de uno mismo. La película la filmé en una terraza del centro de la ciudad, que era parte del estudio donde editaba un filme anterior. Compartí ese piso con el estudio de arquitectura de una persona muy querida y que ya no está. Habremos pasado un par de años en ese edificio y luego partimos hacia otros espacios y rumbos, pero el registro del filme no pudo haberse pensado en otro lugar. La particularidad de esa terraza, de ese edificio es la dirección: Santa Fe 939.
“Hasta había procurado dejar el whisky, después de su casamiento con Clara (salvo la noche de bodas, una noche de whisky y champagne en que por primera vez habían hecho el amor decentemente, sin obstáculos, en el Hotel Italia de Rosario: un hotel anticuado que olía agradablemente a polvo invocado, como una vieja biblioteca) Habían ido a ese hotel porque Fortnum pensó que Clara se sentiría cohibida en el Hotel Riviera, que era nuevo, caro y con aire acondicionado. Fortnum había tenido que buscar ciertos documentos en el consulado de calle Santa Fe 939 (recordaba el número porque coincidía con el del mes y el año de su primer casamiento)”. Así escribía Graham Greene en El cónsul honorario.
¿Habré conocido en esa tarde de 1971 o 1972 a Graham Greene? ¿O también es el producto de las fantasías generadas por mi abuelo en ese contar incesante de historias? Durante un tiempo busqué una conexión que vincule a mi abuelo con Greene y El asadito. Lo cierto es que la dirección de El cónsul honorario coincide con el lugar donde filmé mi película y el edificio que visité en mi niñez, aunque esto solo lo recordé mucho después.
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Una escena de la recordada película "El asadito".
Ayer pasé por esa puerta e imaginé un recuerdo. Hoy escribo y me convenzo de la verdad del recuerdo. Ficción y realidad se funden en un hilo que atraviesa las puertas de una percepción incierta.
Busco algunas otras memorias, propias y ajenas como aquella en la que me aseguró mi amigo Tito Gomez que una noche de 1963, luego de salir de la cárcel, Chuck Berry vino a la Argentina y se presentó en el club Ciclón, en Saavedra al 600, aunque fue un show deslucido. Pero esta anécdota la dejaré para otro momento.
Mientras tanto, me pongo a escribir una película de espías que transcurrirá durante una comida de fin de año en una terraza rosarina.