Desde las últimas décadas del siglo XX, el capitalismo ha operado una transformación profunda. Neoliberalismo, revolución tecnológica, globalización, capitalismo financiero, son procesos que fueron de la mano y se apoyaron unos en otros.
Por Mauro Paradiso
Desde las últimas décadas del siglo XX, el capitalismo ha operado una transformación profunda. Neoliberalismo, revolución tecnológica, globalización, capitalismo financiero, son procesos que fueron de la mano y se apoyaron unos en otros.
Pensemos, por ejemplo, en el capitalismo financiero. En él la valorización del capital avanza ya sin conexión con la producción social de la riqueza y el bienestar de la población. Es más, podríamos decir que avanza en desmedro de ese bienestar y de esa riqueza. En las ciudades crecen la miseria, la degradación, los robos, la desocupación, la contaminación, mientras la especulación financiera se profundiza y las clases que se benefician con ella abultan como nunca antes sus ganancias. El dinero, al no expresar ya la riqueza material de una sociedad, se vuelve autorreferencial y abstracto: el dinero produce dinero.
Durante el capitalismo industrial, el capital financiero existía para financiar la producción. Pero en el capitalismo financiero esta lógica se invierte. La producción financia a la especulación. De esta manera se operó una transferencia inusitada de recursos desde los sectores productivos al capital financiero. Uno de los mecanismos que la favoreció fue la deuda externa -a través de la usura-, que se tornó en muchos casos impagable.
Las deudas de los países fueron instrumentos disciplinadores que convencieron a los pueblos de que tenían que tolerar los ajustes como única forma de pagarlas, combatir la inflación, atraer capitales, integrarse al mundo y así evitar el derrumbe de sus economías. La política quedó presa de la economía.
Se trató de un mecanismo psicológico de extorsión y culpabilización, en el que se les atribuyó la responsabilidad a los pueblos por las deudas que habían supuestamente contraído, a través de los Estados ineficientes que habrían dilapidado sus recursos en políticas sociales, de salud, educativas, etcétera.
La apertura irrestricta de los Estados al ingreso y egreso de los capitales especulativos genera una sensación de inestabilidad permanente. La economía de los países queda a merced de los estados de ánimo de aquellos inversores, que con comportamientos rapaces se lanzan sobre los países que atraviesan crisis para beneficiarse de ello. Los capitales, a diferencia de los pueblos, votan todos los días. Aprueban o desaprueban las políticas económicas, poniendo en peligro la estabilidad general de esos países, demostrándonos que la soberanía del pueblo se transformó en soberanía del capital.
La revolución tecnológica en sus inicios pudo haber generado una sensación promisoria respecto al futuro. El trabajo podría empezar a ser llevado adelante por las máquinas. La producción podría aumentar y así todos gozarían de mayores bienes de consumo. Pero lo cierto es que las cosas no fueron así. Creció la desocupación y en muchas áreas la explotación. El conocimiento se produjo colectivamente pero terminó siendo apropiado de manera privada. La brecha de poder entre los que tienen en sus manos las tecnologías y los que no la tienen creció exponencialmente, generando una asimetría y desigualdad inusitadas.
La revolución tecnológica y el neoliberalismo favorecieron la transnacionalización de la economía. El capital se expandió atravesando las fronteras nacionales. Los Estados se amoldaron a este avance, desregularon sus economías y el Estado de Bienestar fue desmantelado. Se privatizaron las grandes empresas que estaban en manos del Estado. Las empresas transacionales ingresaron a los países subdesarrollados para aprovechar los salarios bajos que en ellos se pagaban y llevar adelante prácticas de saqueo. Se privatizaron empresas de rubros que eran estratégicos para el desarrollo de los países. Los Estados se quedaron sin la posibilidad de intervenir en los mercados, y tampoco podían hacerlo en políticas sociales para el bienestar de la población.
Con todos estos procesos se produce una disyunción entre el espacio físico y el espacio virtual. El espacio virtual avanza según algoritmos, según la lógica de las matemáticas, tendiendo supuestamente hacia la perfección, mientras las ciudades -el espacio físico- se hunden en la degradación, el caos, la miseria. Se destruyen edificios históricos, se degrada el espacio público -hay lugares que se tornan intransitables-, se contamina y se destruye la naturaleza. Después de la jornada de trabajo, en aquel mundo ordenado donde priman la lógica y la aparente perfección, los trabajadores virtuales vuelven al espacio material, sujeto al azar, la anomia y la imprevisibilidad, y los aquejan males de todo tipo.
Por su parte, con la informatización de la economía se produjo una desterritorialización del proceso productivo. Tanto por el lado del capital como del trabajo. Los trabajadores ya no comparten un espacio físico, por ejemplo, en las fábricas. Todos se conectan de manera virtual, y no se sabe dónde están unos y otros. El capital fluye, y tampoco se lo puede localizar. Para los trabajadores, esto implicó la pérdida de la posibilidad de generar mecanismos de solidaridad e identificación colectiva, y por lo tanto de conciencia de clase. Todos están conectados pero solos, en un anonimato que impide el reconocimiento mutuo y la empatía, con lo cual se torna muy difícil generar prácticas colectivas de resistencia.
Todos estos procesos -nos dice Franco Berardi- marchan a la par de la derrota política del movimiento obrero, que con la caída de la Unión Soviética, en muchos países, se quedó sin representación política, desamparado, y sin poder influir en la expansión y atropello que supone el avance del neoliberalismo. De esta forma, para el capital la clase obrera deja de ser un antagonista que lo ayude a construir una política de pacto entre clases, y ya no tiene que cuidar el orden social y la paz colectiva. Puede avanzar generando todo tipo de desastres. Todos estos procesos que hemos mencionado -la revolución tecnológica, la globalización, la expansión del capitalismo a escala planetaria, el tránsito hacia un capitalismo financiero- se han combinado entre sí, se han entrecruzado, generando una simbiosis explosiva que dio lugar a lo que muchos pensadores denominaron posmodernidad, o modernidad tardía. Lo que en ella acontece es un cambio antropológico que afecta la condición humana.
¿Cómo salimos de esta fatal encrucijada? En la década del 60, de las bocas insurgentes salió un eslogan que decía “socialismo o barbarie”. Lo que se impuso fue la barbarie. Y se impuso como un laberinto con una puerta de entrada y un precipicio como salida. Tal vez tengamos que volver sobre aquel eslogan, para ver cómo queda en nuestros labios, buscando salir por donde ingresamos.
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