Analía es maestra y estudia psicología. Es julio de 2006 y en su diario personal le escribe a Gino, su hijo de 2 años: “El abuelito participó activamente durante el proceso militar y está implicado (no sé muy bien dónde, cómo ni por qué) y hace aproximadamente 10 meses que está detenido. (...) En fin, el 2005 no fue un buen año”. El abuelito al que hace referencia Analía es Eduardo Emilio Kalinec, su padre, quien había sido oficial de la Policía Federal y estaba preso en la penitenciaría de Marcos Paz acusado de aplicar torturas en interrogatorios a detenidos-desaparecidos que pasaron por los centros clandestinos de detención del circuito Atlético-Banco-Olimpo. Allí era conocido como el Dr. K. y los sobrevivientes lo recordaban como “un tipo tenebroso” al cual los detenidos le tenían miedo.
Analía visitaba a su papá en la cárcel. El siempre le decía que pronto iba a salir, que era toda un proceso político armado por “el gobierno de zurdos”. Y que la causa se iba a caer. Hasta que a mediados de 2008 finalmente llegó a juicio oral. Entonces Analía se sentó frente a la computadora puso en el Google el nombre de su padre. Se le heló el cuerpo al leer todo lo que se decía del Dr. K. Comenzó a preguntarse entonces si ese ser cruel que describían las 800 fojas del procesamiento dictado por el juez Daniel Rafecas era el mismo padre amoroso que de chica le decía “Vizcachita” o que le contaba el cuento de “Colita de algodón”, sobre un conejo que se lastimaba por no hacer caso. Cuando lo fue a visitar a la cárcel él le preguntó: “¿Estás orgullosa de mí?”. Le respondió: “Como papá, sí”. Como todo lo demás, no —pensó— pero no se lo dijo.
Esta historia, su historia, Analía Kalinec la cuenta en el libro Llevaré su nombre, publicado por editorial Marea. Una obra que arranca con un diario escrito para sus hijos, que muta en la detención y condena en 2010 de su padre, y que continúa con todos los interrogantes sobre su vida, hasta su participación en el espacio Historias Desobedientes, un colectivo nacido en 2017 integrado por familiares de genocidas que, como ella, habían decidido romper el mandato de lealtad familiar y abrazarse al precepto ético y social por la memoria, la verdad y la justicia. Porque en el caso de Analía, dinamitar puentes con esa historia significó quebrar lazos con parte de su familia que la considera una traidora, al punto de tener que soportar un juicio de su padre y sus hermanas por “indignidad” para desheredarla. “Llevaré mi nombre, —dice la docente en el libro— procurando que esta historia que nos das sea menos cruel para mis hijos y para los hijos de los hijos”. En la tapa hay una foto de Analía, ya de adolescente, dandole un abrazo muy amoroso a su papá mientras pasaban unas vacaciones en la costa.
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Para la docente, es clave que la pedagogía de la memoria se desarrolle en las escuelas dentro de un proyecto institucional que se sostenga en el tiempo.
Foto: Ignacio Petunchi / archivo La Capital
Analía nació en octubre de 1979, en plena dictadura militar. Es maestra, licenciada en psicología y profesora de enseñanza media y superior en psicología por la Universidad de Buenos Aires (UBA). Actualmente cumple tareas como secretaria en una escuela de Lugano y desde su doble rol como docente y militante por los derechos humanos suele dar charlas en escuelas primarias y secundarias. A días de un nuevo aniversario del inicio de la última dictadura militar, Analía hace un alto en sus actividades y charla con La Capital sobre el libro, que es su historia pero también la de un país. De la importancia de dar estos debates en las aulas y que detrás haya un proyecto institucional que los respalde. La ley de educación nacional establece que formarán parte de los contenidos curriculares “el ejercicio y construcción de la memoria colectiva sobre los procesos históricos y políticos que quebraron el orden constitucional y terminaron instaurando el terrorismo de Estado, con el objeto de generar en los/as alumnos/as reflexiones y sentimientos democráticos y de defensa del estado de derecho y la plena vigencia de los derechos humanos”.
—¿Qué te impulsó a escribir tu historia en este libro?
—El libro empieza con la necesidad de poner palabras a la historia, y al principio era como más intimo, familiar. Textos de cosas que yo les transmitía a mis hijos. El relato va dirigido a ellos y tratando de subsanar la propia falta de registro de mi propia historia que yo tenía en ese momento. Después aparece esto de ir contando lo de mi papá, porque a medida que va avanzando se va transformando en un relato más de denuncia y de elaboración de ideas que se van reflejando en el escrito. Cuando surge Historias Desobedientes hay distintos posicionamientos, interpretaciones y formas de pensar esta condición de ser hijo de un genocida. Hay un emergente social del actuar colectivo, pero después están las singularidades de cada uno. Entonces, la idea era dejar mi testimonio como herramienta, aporte e insumo para seguir pensando el daño que generan estos crímenes enquistados en el seno mismo de las familias de los perpetradores, que es un campo muy amplio y todavía no explorado.
—También porque Historias Desobedientes surge en un contexto general del 2x1 (un fallo de la Corte que intentó beneficiar a genocidas condenados) y cierto discurso negacionista.
—Exactamente. Y después de un largo recorrido, porque el camino más amplio que se ha hecho en la historia de la humanidad en materia de derechos humanos lo tenemos acá en la Argentina. Ningún país ha avanzado en materia de derechos humanos como el nuestro. Y no es casual que un colectivo de esta naturaleza surja en este país.
—La foto que aparece en la tapa del libro es muy potente. ¿Me contás su historia?
—Fue una decisión editorial y cuando me la muestran me impacta mucho. Como que dije “justo esa foto van a poner, elijamos otra”. Lo que me explicaron es que refleja mucho esto de cómo uno puede empatizar con esa imagen, porque es una foto que podría tener cualquiera en una casa. Y pensar que ese hombre fue capaz de cometer todos esos crímenes es algo que impacta mucho. Esa foto está sacada en Mar del Plata, cuando yo era una adolescente y refleja ese vínculo de cariño que tenía con él. Le veo en la foto la marca de la plancha en la remera y la carterita negra, que recuerdo que era donde siempre llevaba el arma, aunque estemos de vacaciones.
—De alguna manera esa foto también refleja una dicotomía. En el libro hay una escena donde, ya detenido, él te pregunta si vos pensás que era un monstruo y si lo querías. Y vos le respondés que “como papá, sí”.
—Bueno, ahí te estás ubicando en algo que escribo en el 2008. Y esto es lo que tiene el libro, que al estar escrito en tiempo real se va viendo la evolución del pensamiento. Porque yo en un momento tenía esta disociación de lo que es el padre por un lado y el genocida torturador por el otro. Que después lo voy trabajando y entendiendo que no se trata de dos personas distintas. Que en mi cabeza creo que como mecanismo de defensa al principio los disociaba, y que él también estaba disociado al interior de la familia. Es una imagen separada que él genera y proyecta, y que yo sostengo durante un tiempo mientras voy elaborando mi historia. Hasta entender que mi papá y el Dr. K son la misma persona.
—El libro arranca con un diario para tus hijos. ¿Cómo es el vínculo de ellos con su abuelo?
—Ellos no tienen vínculo. El más grande, Gino, tiene 18 años, tuvo contacto con él hasta los 4 o 5 años. Cuando mi papá queda preso mi hijo más grande tenía un año y medio. Y Bruno no lo llegó a conocer. La única vez que lo vio es cuando muere mi mamá, en el velorio. Pero él tenía 6 o 7 años y lo vio pero no interactuó con él. Ellos se van vinculando con la historia a medida que van creciendo y recorriendo estos temas en la escuela y en sus círculos sociales y en la familia. Van armando sus hipótesis, ideas, preguntas y silencios a los que de a poco le irán poniendo palabras.
—Se acerca el 24 de marzo y en las escuelas hay muchas actividades por el Día de la Memoria. ¿Cómo te interpela como maestra e hija de un represor?
—Con mucho compromiso y militancia. El otro día entro al aula y estaban trabajando en séptimo grado el tema de la dictadura. Justo entré por un tema administrativo y escucho la argumentación de una nena de 11 años hablando de lo injusto, prepotente y autoritario de ese tiempo. Que no podía entender cómo iban y se llevaban a las personas de sus casas y se robaban los bebés. Es esa construcción tan desde el sentido común que se va poniendo en evidencia a medida que uno va trabajando esos temas en las escuelas. Y también es estar el 24 de marzo en la plaza. Con Historias Desobedientes existimos desde hace poquito. Marchamos por primera vez en 2018, por segunda vez en 2019 y después nos agarró la marcha en pandemia. Entonces estamos con muchas ganas de salir, se ha multiplicado el colectivo y este año van a venir personas de distintas provincias y países a marchar con nosotros. Vienen de Francia, Chile, Paraguay, Uruguay. Hay muchas ganas de encontrarnos y militar esta nueva arista o perspectiva acerca de la reconstrucción de la memoria colectiva que sentimos que estamos aportando de manera genuina y con mucho compromiso desde Historias Desobedientes. Vamos a marchar porque tenemos que estar ahí, porque somos parte de esta sociedad y gracias a este recorrido es que podemos pronunciarnos colectivamente.
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Como en 2018, este 24 de marzo el colectivo de Historias Desobedientes marchará a la Plaza de Mayo.
—¿Cuando te invitan a dar charlas en las escuelas, qué preguntas te llaman la atención?
—La más fuerte fue en una escuela primaria, donde cuando hablo de mi historia, un nene de cuarto o quinto grado me mira y me dice: “¿Y no se pone triste cuando tiene que contar todo esto?”. La pregunta me quedó atravesada y le dije que sí, que es una historia triste, pero que a veces con las cosas que nos ponen tristes podemos hacer cosas que nos hagan felices igual, como poder venir a una escuela, contarlo, que otros conozcan la historia, que conozcan también la historia de nuestro país, de la lucha de las Abuelas y las Madres. Que más allá de las cosas tristes que podemos tener en nuestras vidas siempre podemos elegir hacer algo diferente.
—¿Que pistas de abordaje le podés dar a docentes y familias que quieren trabajar este tema con los chicos?
—Es importante un abordaje institucional, está bueno tener un proyecto que perdure en el tiempo. El año pasado la propuesta fue “Plantar memoria”. Este año las Abuelas y Madres, que son sabias, invitan a ir contando qué pasó con eso que plantamos, ver crecer esos arbolitos y si no las plantamos hacerlo este año. Esta cosa de darle continuidad y que más allá de que cada una como docente tiene su compromiso y vocación, la misma sociedad y la comunidad educativa a veces también interpelan y acompañan —o no— en estos recorridos que son necesarios. Me parece que está bueno pensar como equipo docente, como proyecto institucional, como proyecto escuela, un eje central vinculado a la democracia y el respeto por los derechos humanos.