Una reciente obra teatral ofrecida en Buenos Aires tuvo un sorprendente desenlace para el público. El autor, Rafael Spregelburd, imaginó una obra incompleta, y decidió otorgarle tres finales, tal el título del proyecto. Y lo explicó diciendo que "el final es una ilusión útil y vengativa. Útil porque aquello que termina debe por fuerza haber comenzado alguna vez y así cada final susurra que el destino se ordena en línea recta y no como mero azar. Vengativa, porque quien anuncia un final adquiere automáticamente un poder enorme: el que señala el final y lo hace porque siente que ha sobrevivido a él. Y en esta supervivencia se miden fuerzas. Porque el final es siempre el de los otros, es para otros. Para el propio final no hay lengua ni muestrario". Algo parecido acaso termine pensando un día el pibe a quien un ladrón que acababa de salir de la seccional 15° donde había estado detenido, lo amenazó camino a la escuela y le robó la mochila con el cuaderno, un par de libros y una cartuchera. Ocurrió el miércoles después del mediodía. El ladrón sin destino escapó corriendo con su, más que mísero, vergonzante botín y él se quedó inmóvil, sorprendido. Súbitamente había aprendido sentimientos y palabras nuevas como impotencia, temor, dolor y bronca contenida. Todo junto. Su maestra y la directora de la escuela radicaron la denuncia en la comisaría donde había estado alojado el bandido, situada enfrente de la vieja escuela de la zona sur. Dicen en el barrio que el comisario le notificó la novedad con voz áspera al juez que había dispuesto la libertad del vil ladrón. Entrada la noche el pibe, que recibió la solidaridad de sus compañeros y fue amorosamente contenido por su familia, no podía pegar un ojo. Cuando finalmente lo logró soñó que volvía a cruzarse con el perturbador de su descanso, pero esta vez él estaba armado como Rambo y hacía justicia. La propia. Cuando despertó mientras se lavaba la cara y se peinaba se le ocurrió que por su sueño ya no sería jamás un santo y sonrió al pensar que después de todo él era el futuro. Uno mejor. Fue a desayunar y su madre, todavía angustiada, lo abrazó y le dijo: "Sinceramente, todos somos sobrevivientes hijo. Vivimos en condiciones inimaginables y algunos ni se dan cuenta". Muchas preguntas o finales quedaron abiertos en la insignificante obra dramática de la vida cotidiana que no pasó el tamiz de las redacciones porque un cronista aspira más a entrevistar a un renombrado pistoluqui : ¿se esforzará la policía en atrapar al ladrón que entrará por una puerta para salir por otra? ¿Tendrá remordimientos el tipo? ¿Lo perdonará la víctima? ¿Cambió la vida de alguno de los participantes? Después de tanta agitación, el chiquilín sólo derramó dos lágrimas: una por la mochila usada y otra por los libros que no había acabado de leer.