La novel ley santafesina (13.615) ha incorporado un régimen extraprocesal simplificando el acceso de aquellos que, con menores recursos, carecen de la posibilidad financiera —esto hay que destacarlo— de acceder a la Justicia. Y decimos financiera porque la capacidad económica puede ser suficiente para pagar la tasa de justicia, pero nadie en su sano juicio podría exigir a alguien que venda su casa o su auto para iniciar un juicio.
Una razón más profunda y que inspira a todo el proyecto era la inutilidad de la tasa de justicia. Alguna vez los economistas y los políticos deberán considerarlo en serio y bregar por su abrogación. No nos vamos a quedar en argumentos de interés constitucional (como lo que sostuvo la Corte Interamericana en "Cantos c/ Estado nacional, 2002) más allá de que no podemos dudar que la suspensión del procedimiento que al pobre le interesa promover llega a insumir aproximadamente un año y esta espera constituye una verdadera traba para que las personas accedan a los tribunales (art. 8.1. Convención Americana de DDHH).
El proyecto se fundó en razones prácticas. El gasto de justicia santafesino del año 2015 insumió aproximadamente unos cinco mil quinientos millones de pesos, contra una exigua recaudación de alrededor de cincuenta millones de pesos. Ergo, la tasa no es proporcionada al servicio y dudamos si el costo de la recaudación no excede a la propia recaudación, pues el costo se integra no solo con la fiscalización por la API, sino por la innumerable cantidad de empleados y funcionarios del Poder Judicial encargados de compulsar quinientas o miles de fojas de un expediente para verificar si hay alguna diferencia de centavos en la reposición. Por otro lado, el sistema vigente desde hace un par de años exige a los abogados verdaderos malabarismos informáticos para pagar tasas de valores ínfimos, cuando se ignora que tanto los abogados, como los funcionarios del Poder Judicial ponemos precio a nuestro tiempo.
Otra razón, también práctica, fue la comprobación de que las declaratorias de pobreza prosperaban en su casi totalidad (al menos, en su oasis que es la reclamación por daños y perjuicios extracontractuales). Esto quiere decir que los aproximadamente mil ochocientos a dos mil expedientes que existían en cada Tribunal Colegiado eran ociosos, pues terminaban diciendo lo que el actor decía: "Es pobre para litigar". Y lo peor, es que el pobre debió esperar entre seis y ocho meses y requerir del servicio no sólo de jueces y empleados, sino de personal de Catastro, del Registro General y de otras dependencias. También se exigía dictámenes de los fiscales, como si el interés de la sociedad civil pasare por que los fiscales controlen las reposiciones fiscales.
Así, parecía que invertir la regla (presumir que se es pobre) coadyuva al menos para evitar ese enorme gasto que, al final, concluía con lo mismo: "Es pobre". Cierto es que alguno, no tan pobre, se puede filtrar (y no pagar, suponiendo que la fiscalización del oponente sea poco efectiva); sin embargo, si se recaudan cincuenta millones y se gastan cinco mil, ¿en qué influye que se recauden cuarenta y ocho millones o cuarenta y cinco si se evita el gasto en los recursos humanos que la modificación margina del procedimiento?
El sistema actual proyectado (y digo proyectado, porque desde su envío por el Ministerio de Justicia hubo muchas manos traviesas que salpicaron la versión original) parte de la hipótesis de que el acceso a la justicia es un derecho que, en caso de carecerse de recursos para afrontar el servicio, basta una declaración jurada que solo puede controvertir el demandado a quien se opone la condición de pobre. Y no se distingue a la persona humana de la persona jurídica, porque ambas pueden carecer de la solvencia necesaria para requerir el servicio de justicia.
Huelga señalar que la declaración también opera en el procedimiento de mediación judicial obligatorio, pues si se puede ingresar al proceso sin pagar la tasa, y la declaración jurada sustituye a la sentencia de declaratoria de pobreza, sirve de justificación suficiente a los fines del artículo 32 de la ley 13.151. Por otro lado, grosero sería pensar que los legisladores, en lugar de optar por favorecer el acceso de las personas de menores recursos a la justicia (y al procedimiento prejudicial que obligatorio es transitar), hubieran optado por favorecer el ingreso de los mediadores prejudiciales.
La infeliz mención de la API (una de las travesuras, en tanto se le recuerdan a aquellas facultades que siempre tiene y tuvo) no constituye una invitación a que participe en el proceso. De hecho, vano hubiera sido el interés del legislador en suprimir el antiguo "incidente de pobreza" con el Ministerio Público y el demandado para sustituirlo por la API. Por otro lado, el control por la API es absurdo. La API sólo podrá ofrecer una fiscalización de orden económico y de aquellos índices reflejados en la administración provincial, pero no podría dar cuenta de los depósitos bancarios, títulos, acciones, tenencias de moneda o valores fácilmente liquidables u otras exhibiciones de capacidad financiera. Reiteramos, no hay legitimación procesal de la Administración Provincial de Impuestos.
La fiscalización de lo declarado corre por cuenta de quien mejor puede fiscalizar: el interesado en que no le promuevan una demanda tan fácil o, al menos, gratis. Así, contará con la posibilidad de oponer lo afirmado por aquél y de oponerse al progreso de la demanda hasta paralizar el proceso si, vencido el "pobre", no tributa. La cercanía entre actores y demandados (hasta en el campo extracontractual) es siempre mayor que la anomia con la cual se maneja la Administración o el Ministerio Público.
El proyecto permitía que la declaración jurada se incorpore en cualquier instrumento, inclusive, en el mismo poder. La razón fue evitar que el pobre —a quien le descuentan el día de trabajo para concurrir al tribunal— deba acudir al tribunal más de una vez, firmando poder y declarando su condición en el mismo acto. En la otra travesura legislativa fue omitido y se le agregó la necesidad de estampar la firma con autenticidad de un fedatario, obligando a éste (y perdiendo otro recurso en orden al tiempo) la necesidad de fiscalizar nuevamente la identidad de la persona y la lectura de lo que suscribe. Hoy se cuenta que se reglamentaría un formulario (otro más) para que, seguramente, haya que comprar una estampillita y completarlo en casa. Por otro, la existencia misma de este formulario pone en tela de juicio la calidad de nuestros egresados al dudar de su idoneidad para escribir y compulsar una declaración jurada. Y lo peor es que, inevitablemente, el pobre tendrá que pagar la estampillita.
De todos modos, la ley hoy dice que con la mención, bajo juramento, de carecer de recursos, ya se puede demandar.
Lo pensábamos más simple, sin API, fedatarios, formularios ni estampillitas, pero así como está quizá pueda servir.
Alejandro Aldo Menicocci