El domingo 12 de septiembre de 1976 una explosión alteró el barrio Refinería. En la esquina de Junín y Rawson, un Citroën 3CV voló por los aires tras la detonación de una bomba de fragmentación que alojaba en su interior.
Una bomba mató a 9 policías que regresaban de la cancha de Central y a un matrimonio. Silvina era bebé y Montoneros torció su destino
Por Diego Veiga
El domingo 12 de septiembre de 1976 una explosión alteró el barrio Refinería. En la esquina de Junín y Rawson, un Citroën 3CV voló por los aires tras la detonación de una bomba de fragmentación que alojaba en su interior.
El artefacto estaba lleno de bulones y tuercas rociadas de materia fecal y basura. El objetivo era que al impactar en un cuerpo no sólo produjeran daño, sino también una infección que agravara el cuadro. Los proyectiles dieron en el blanco: un colectivo con 21 policías que volvían de hacer adicionales en el partido que Central le había ganado a Unión en el Gigante. Nueve efectivos murieron y decenas quedaron gravemente heridos y mutilados.
La bomba también asesinó a un matrimonio que viajaba detrás del ómnibus en un Renault 12 junto a su hija adolescente, que quedó malherida pero se salvó, e hirió a un hombre que arreglaba una moto en la vereda y a un nene que iba en un taxi delante del micro. La organización Montoneros se adjudicó el atentado, el más grande que perpetró en las calles de Rosario. Ese día Silvina González ni siquiera tenía un año y estaba muy lejos de esa fatídica esquina, pero esta locura también cambió su vida para siempre.
Juan Carlos, su papá, era el policía más joven que había estado en el Gigante. Era cabo, tenía 21 años, y su fanatismo por Central lo había impulsado a anotarse para ir a custodiar el estadio. Canalla de pura cepa, los adicionales no solo le permitían sumar unos pesos al magro salario policial, sino que además, y para él lo más importante, le daban la posibilidad de ver de cerca al conjunto que por entonces dirigía Alfio Basile y alistaba en sus filas a jugadores como Pascuttini, Killer, Aimar, Van Tuyne y Potente.
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Alegre por el triunfo tras dos goles de Potente, se subió al ómnibus que lo llevaría de regreso a la Jefatura de Policía. Dicen que cada uno tiene marcado su destino. El decidió sentarse del lado izquierdo del colectivo. Sobre ese lateral estalló la bomba; allí estaban sentados todos los policías que murieron. Otra decisión que alteró la historia fue la repentina aparición de un servicio adicional en Sportivo América, por lo que el chofer volvió hacia el centro lo más rápido posible.
La pequeña Silvina estaba en su casa junto a Laura Gutiérrez, su mamá. Eran cerca de las 18 de un domingo nublado que de repente se llenó de sirenas, gritos y desesperación. Juan Carlos tal vez venía comentando el partido cuando reventó una cubierta del ómnibus y el chofer, Eduardo Ferraro, hizo una brusca maniobra para no caer en un pozo que había sobre calle Junín, donde se construía un emisario. Unos metros más adelante estalló un Citroën rojo y todo fue muerte, sangre y confusión.
La mamá de Silvina se enteró de lo sucedido unas horas después. Como decenas de familiares, empezó una búsqueda frenética de su pareja. Los heridos habían sido trasladados a la que por entonces se llamaba Asistencia Pública, que funcionaba donde hoy está el Cemar, en Moreno y San Luis.
La confusión era tal que a Ferraro, el chofer, lo habían colocado junto a los cadáveres y un instructor percibió que aún estaba con vida. Una esquirla le destrozó la cadera y lo dejó lisiado de por vida.
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Laura recibió allí la peor noticia. Su marido había muerto en el atentado. Lo que siguieron después fueron días en los que su vida se convirtió en un torbellino. Se deprimió y esa depresión incidió en la pequeña Silvina. Tanto; que la dio en adopción. La pequeña se crió con una tía, luego con otro familiar y nunca pudo encauzar la relación con su madre.
"Es como que yo le hacía acordar a él y me rechazaba, no me quería ver", aseguró Silvina hace seis años, cuando La Capital se juntó con varios sobrevivientes del atentado para conocer sus historias. Hoy vive en Fray Luis Beltrán, es profesora de patín y tiene un hijo de 30 años que se alistó en la Prefectura.
Con su madre intentó revincularse varias veces: en la infancia, en la adolescencia, pero ella la rechazó siempre. Años de terapia la hicieron superar el desapego hasta el punto que hoy, 48 años después del atentado, ya no la busca más ni sabe dónde vive. Es que la bomba no solo mató ese día a once personas, también generó estas otras historias. Esas que aún no cicatrizan.