“De niña yo tenía una gran inseguridad: mis orejas. No podían gustarme, sentía que eran muy grandes, que eran muy largas, que eran muy todo. Evitaba recogerme el cabello en una cola, utilizaba siempre mi pelo suelto cubriéndolas o usaba gorros y evitaba que la gente las mirara por mucho tiempo, porque me sentía insegura y en casa lloraba por ello. Algunos compañeros míos me molestaban sistemáticamente, incluso mis amigos, y yo me sentía muy mal al respecto. Siendo una niña, no sabía qué hacer para cambiar las cosas, e incluso llegué a pedirle a mi madre que me operara lo antes posible porque me acomplejaban.
Ella siempre me decía que se me pasaría, y que mis orejas eran lo más bello del mundo y que estuviera agradecida de tenerlas, y tuvo razón. A medida que fui creciendo le fui quitando importancia, pues supe que es mejor tener que no tener y que no había nada de malo conmigo. Mis compañeros dejaron de molestarme gradualmente, por lo que me sentí aliviada y tranquila, olvidando lo que era tener complejos. Hasta que un día me di cuenta de que otras personas también sufrían de ellos.
Cuatro años después de ese período doloroso de mi vida tenía una importante prueba que dar, a mis doce años, con el profesor favorito de todos, el profe de historia. En este examen, dio las instrucciones en voz alta, pero mi amigo y compañero de clase, Pablo, no le entendió.
—Profesor, ¿puede repetirlo?
El aludido repitió la instrucción, y nuevamente Pablo se vio confundido y preguntó otra vez.
—Disculpe, ¿cómo dijo?
Era el profesor favorito de todos, un hombre de barba simpático que nos hacía reír en cada clase por sus ocurrencias y bromas, pero cuando le respondió de nuevo a mi amigo no me reí con sus palabras.
—¡Por Dios! ¡Tienes unas orejas enormes y no escuchas nada!
Todos se carcajearon hasta que Pablo, nervioso y con las mejillas encendidas por la vergüenza, se cubrió su cabeza y orejas con el gorro de su chaqueta con los ojos empapados en lágrimas, sollozando en voz baja y poniéndose muy triste y apenado. Entonces se hizo un silencio en la sala, las caras de mis compañeros se llenaron de arrepentimiento y vergüenza y el profesor de historia intentó disculparse con él, pero este no le respondió y lo ignoró hasta que la prueba terminó.
No era la primera vez que molestaban a Pablo por sus orejas, pues siempre sus compañeros e incluso sus amigos decían algún chiste o se burlaban de él en algún momento del día. Sabía que lo molestaban, pero nunca hice nada. Yo era su amiga y jamás le di importancia, no caí en la cuenta de que para él no era fácil y que estaba viviendo algo que también me pasó a mí y que le puede pasar a cualquier persona, que es tener una inseguridad con la que los demás se divierten. Es un sentimiento que nadie debería sufrir nunca, pues yo lo sufrí por años y nadie nunca, más que mi familia, corrió en mi auxilio.
Con este pensamiento, al terminar el examen fui corriendo donde la directora para explicarle la situación, pues yo le consideraba un amigo y no podía creer que un profesor tratara así a un alumno. Cuando terminé de contarle lo sucedido, ella asintió con la cabeza, mostrándose comprensiva, y luego me tranquilizó diciendo que verían de inmediato al profesor y a Pablo para conversar con ellos y arreglar las cosas; llegaron al despacho y conversamos entre todos, luego de una corta charla de la directora, el profesor pidió disculpas y Pablo las aceptó.
Me sentí feliz y al volver a casa le conté a mi madre y ella me felicitó por haber visto más allá de las cosas y pensado en mi amigo, cenamos y luego me dormí nerviosa pensando en qué pasaría al día siguiente.
Cuando llegué a la escuela, me percaté de que nos tocaba con aquel profesor de historia a primera hora del día, por lo que cuando entré a la sala me sentí inquieta y me senté en mi lugar en silencio. Luego de un rato de las clases, nadie mencionó nada, y Pablo estaba tan risueño y normal como siempre, también se reía con las bromas del profesor y con las de los demás. Supuse entonces que todo se había arreglado ayer, pues todo el ambiente era grato y tranquilo, hasta que el profesor hizo un comentario que me dejó perpleja.
—Oigan, les quiero contar un secreto, pero me da un poco de miedo que alguien pueda acusarme. Dirigió su mirada hacia a mí y preguntó:
—¿No es así?
Me quedé en silencio y mis compañeros se rieron.
—¿Qué?, le pregunté, perpleja.
—Que si no te vas a poner sensible si cuento algo, dijo, socarrón.
—Usted hizo sentir mal a mi amigo. Yo solo hice lo que fue correcto hacer, le dije, sintiendo las mejillas calientes por la situación y nerviosa porque un profesor me estaba tratando de una manera muy inapropiada.
—Pero si no fue para tanto, ¿o sí, Pablo?, le preguntó entonces a mi amigo, y este no fue capaz de mirarme cuando respondió.
—No, yo no le pedí a nadie que hablara por mí. Sé defenderme solito, además, no soy un acusete.
Me sentí triste, decepcionada y humillada, como si hubiera cometido un error, como si me hubiera inmiscuido en los asuntos de los demás. Pero entonces comencé a reflexionar y concluí que no. No estaba equivocada. No era la primera vez que Pablo era molestado. Siempre lo molestaban, y si bien él siempre se reía, había momentos en que no. ¿Por qué entonces él mentía ahora, quitándole importancia al asunto?
Me di cuenta más temprano que tarde de que Pablo con tal de ser aceptado entre sus compañeros y el amado profesor, con tal de no ser el objeto de esa burla, mintió y me hizo hacer sentir mal a mí, para que él no fuera el herido.
Independiente de si somos niños o adultos... Si somos maltratados, si somos golpeados, si somos el hazmerreír, entonces las cosas no son fáciles. Entonces, las personas por ser aceptadas aguantan. Las personas con tal de ser incluidas fingen. Las personas con tal de pertenecer, aparentan. Y eso no está bien...”.
La historia sigue. Con muchas cuestiones de interés. Pero yo no tengo más espacio. Quiero agradecer a Macarezza el relato. Y felicitarla por su valentía. Era más fácil reírse con todos y callarse, que es lo que suele suceder. Es más fácil situarse del lado del agresor y reírle las gracias. Es más fácil quitarle importancia al asunto y decir con el bromista: “No es para tanto”. O quizás: hay que tener sentido del humor.
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acoso escolar. Esta forma de violencia entre pares genera miedo.
Lo que pretendo con estas líneas es destruir ese arsenal de armas que son las burlas sobre los demás. Sobre todo, de esas burlas que maneja impunemente quien tiene poder. Lo que deseo es terminar con ese martirio que son las risas que despiertan los comentarios ingeniosos y mordaces de quien se esconde en el burladero que tiene el que manda. Esas risas que se repiten en el silencio de la noche, mientras quien las ha provocado duerme a pierna suelta. Me preocupan en la política, en la industria, en el comercio, en el deporte, en el ejército. Pero, sobre todo, en el escenario sagrado de la educación.
(*) Texto publicado originalmente en el blog El Adarve, reproducido con autorización del autor.