Cada vez que veo a los miembros de una familia compartiendo la mesa de un bar —lo de “compartir” es solo un eufemismo—, pero a cada uno de ellos enfrascado en el hipnótico exilio de su teléfono celular, juego con la idea de que tal vez estén intercambiando mensajes entre sí.
Probablemente el marido le esté contando a su mujer que lo ascendieron en el empleo a jefe de sección, o la madre le esté recordando al hijo —quien explora su propio celular a no más de treinta centímetros de distancia— que de regreso a casa tendrá que dedicarse a acomodar su habitación.
Se trata de una fantasía descabellada, por supuesto… Pero ahora que el coronavirus —la metáfora de un virus con un símbolo de poder tan claro como una corona, habla por sí misma—, ahora que el entronizado Covid 19, digo, nos obliga a mantener entre unos y otros una distancia “real” de alrededor de un metro y medio, y a no ofrendar la más mínima demostración de afecto, ni siquiera a nuestros allegados más cercanos, mi fantasía deja de ser tan improbable. Sobre todo porque si una microscópica gota de saliva puede ser el vehículo que difunda el virus, entonces el diálogo franco y cara a cara pasa a integrar el Índex de las promiscuidades más mortíferas, en tanto que la comunicación virtual se torna imprescindible.
(Es como si el maldito virus no solo se hubiese gestado en una remota ciudad de China para enfermarnos, sino también para “coronar” ese proceso que, insensiblemente, nos ha vuelto cada vez menos humanos, y más frívolos y dóciles autómatas).
Como ocurriera infinidad de veces en la historia, y seguirá ocurriendo, sin duda, un episodio como este que vivimos, enciende en nuestra interioridad alguna chispa de vaga solidaridad —es cierto—, pero desata también el viejo imperativo del “sálvese quien pueda”, cuya apresurada aplicación está muy lejos de confirmar que a la humanidad la constituyen seres inteligentes.
Porque no nos engañemos: la conducta de los norteamericanos —siempre nostálgicos del Far West— de salir a comprar armas y municiones, para resguardar su propiedad privada de los posibles estallidos sociales que la pandemia pudiera generar, no difiere mucho de la avidez desaforada por vaciar góndolas de supermercado, para hacer acopio de todos esos productos que nos garantizarán una supervivencia más o menos cómoda y más o menos confortable, mientras esperamos pacientemente ser barridos de la corteza terrestre, por el tantas veces anunciado y nunca visto “fin de los tiempos”.
Amenizando el exilio domiciliario, por WhatsApp circuló incluso un video en el que dos bailarines se trenzan en una suerte de coreografía didáctica, que a través de la mímica transmite las medidas recomendadas para minimizar los riesgos de contagio. Nada nuevo bajo el sol, ciertamente, sobre todo si recordamos que el Medioevo escenificó el azote de la peste negra con su lúgubre y a la vez vindicatoria “danza macabra” —en el siglo XIX, Camille Saint-Saëns le pondrá música—, danza donde la muerte, en la figura de un esqueleto, no hace distingos entre el arrogante emperador y el burgués, o entre el obispo rechoncho y el famélico campesino…
Aunque el “manual” por antonomasia, el texto más inspirado y brillante sobre el tema sigue siendo, con mucho, la célebre novela que Albert Camus escribiera en 1947, diez años antes de ser galardonado con el Premio Nobel de literatura.
Es que La peste contiene pasajes de tan impresionante actualidad, que habiéndolos escogido casi al azar, merecen ser reproducidos textualmente: “Así la primera cosa que la peste aportó a nuestros conciudadanos fue el exilio…”.
Y más adelante: “La gran ciudad silenciosa no era entonces más que un conjunto de cubos macizos e inertes, entre los cuales las efigies taciturnas de bienhechores olvidados o de antiguos grandes hombres, ahogados para siempre en el bronce, intentaban únicamente, con sus falsos rostros de piedra o de hierro, invocar una imagen desvaída de lo que había sido el hombre”.
Pero cuando el esfuerzo comunitario o la impredecible voluntad de eso que —sin saber muy bien de qué hablamos— llamamos “naturaleza”, hubieron aventado por fin el fantasma de la peste, Camus pone fin a su descarnado relato con estos párrafos que, escritos más de siete décadas atrás, no pueden menos que sonarnos extrañamente proféticos, aunque también cargados de una agobiada y apenas reconocible esperanza: “A partir del momento en que la peste había cerrado las puertas de la ciudad no habían vivido más que en la separación, habían sido amputados de ese calor humano que hace olvidarlo todo…”.
“Sí, todos habían sufrido juntos, tanto en la carne como en el alma, de una ociosidad difícil, de un exilio sin remedio y de una sed jamás satisfecha…”.
“Para todos ellos la verdadera patria se encontraba más allá de los muros de esta ciudad ahogada. Estaba en las malezas olorosas de las colinas, en el mar, en los países libres y en el peso vital del amor. Y hacia aquella patria, hacia la felicidad era hacia donde querían volver, apartándose de todo lo demás con asco…”.