El cantor de todos

La periodista Tamara Smerling bucea en las múltiples andanzas de Joan Manuel Serrat por el país.
1 de diciembre 2019 · 00:00hs

El disco gira y gira en el combinado Philips. El lugar es una casa chorizo de Arroyito, a principios de los años setenta. El disco es un simple y aunque las treinta y tres revoluciones no ayuden a la lectura de la etiqueta puede verse una inscripción en letras amarillas que dice “Odeón pops”. El chico de ocho años está parado junto al combinado, sin moverse, y mira con fascinación cómo gira el disco. Cuando termina, lo vuelve a poner. La canción que ese chico no para de escuchar es, hoy, un auténtico clásico. Se llama Tu nombre me sabe a hierba. Al disco, claro, no lo había comprado el chico sino su madre.

Que era la mía, por supuesto. Y el chico era yo. Voy a romper la convención que prohíbe a los periodistas usar la primera persona. Años más tarde, cuando mi madre ya no estaba y yo era un adolescente atravesando la dictadura, iba a comprar los long plays del catalán a Broadway. Y los escuchaba solo, en el Ken Brown del living. Esas canciones me ayudaban a soportar el horror.

¿Cuál es el misterio? ¿Por qué razón ese cantautor español que llegó tan joven a la Argentina se convirtió aquí en emblema, en símbolo sagrado que rompe con la barrera más difícil de romper, que es la generacional? ¿Por qué casi todos lo quieren o por lo menos respetan, por qué son tantos quienes saben sus letras de memoria? ¿Y por qué, sobre todo, su nombre es bandera compartida, signo mágico que borra las diferencias?

La periodista Tamara Smerling intentó dar respuesta a todas estas y otras preguntas. En un reciente y entrañable libro, Serrat en la Argentina, se metió a fondo en cada una de las recorridas que el autor de Pueblo blanco y Lucía hizo por el país, contó historias y reveló secretos. Predispuesta y generosa, dialogó a fondo con este suplemento. He aquí la extensa charla.

—¿Por qué elegiste a Serrat como blanco de la búsqueda? ¿Hay razones personales detrás del interés periodístico?

—En 2013 y 2014, junto a Ariel Zak, a cuatro manos, escribimos Un fusil y una canción. La historia secreta de Huerque Mapu, la banda que grabó el disco de los Montoneros. En aquel trabajo recogimos algunas historias que narraban la relación entre Serrat y la militancia social y política de la época. Sobre fines de 2015 me consultaron sobre aquella relación y si consideraba que era un tema posible para un libro (sobre todo a partir de un artículo escrito por Diego Manrique en El País, titulado “La canción que Serrat prohibió” en el que hablaba sobre La montonera). Sin embargo, no me pareció que fuera un tema completo para un libro; sí, en todo caso, para un pasaje o un capítulo dentro de un recorte mayor. En paralelo a esas indagaciones revisé los archivos: busqué la existencia de biografías o relatos locales que pudieran dar cuenta de la relación —intensa, por cierto— entre Serrat y la Argentina durante este medio siglo. Entonces di con un libro editado en 1983 —Todo Serrat— que escribió Juan Carlos Cacho Novoa, periodista, gran amigo de Serrat durante muchos años, que narraba diferentes anécdotas con color local. Después, nada: eran más de treinta y pico de años sin escritos sobre este tema. En España, en cambio, me topé con una docena que daban cuenta de su historia de vida, hurgaban en sus discos e, incluso, mostraban imágenes y recorridos de su obra. Me pareció entonces que si faltaba poco tiempo para celebrar cinco décadas de su primera gira por América Latina —y la inicial, incluso, que lo trajo un verano a la Argentina— era interesante pensar en ese fenómeno que, aún hoy, después de tanta agua, con la industria de la música tan diferente a la de aquellos primeros años sesenta, colmaba las butacas del Gran Rex o llenaba estadios como el Luna Park. Me daba, por decirlo de alguna manera, una gran curiosidad desentrañar el porqué de esa persistencia en el tiempo. En lo personal, claro, sin dudas, Serrat formaba parte de la “banda sonora de la infancia” y eso colaboró en otorgarle una gran emoción a este trabajo. Es, de hecho, complicado revolver archivos, álbumes, fotos, documentos, canciones, recortes o revistas, por tres o cuatro años, sobre un mismo —único— personaje, sin ese picor.

—¿Por qué creés que el fenómeno Serrat logra atravesar las barreras generacionales?

—Me parece que tiene relación con diferentes capas que se dan, como todo recuerdo, de manera simultánea. Por un lado la memoria ejerce, quizás, un influjo poderoso, insistente, pica la (buena) nostalgia. Las canciones de Serrat nos llevan de viaje por otros tiempos: los carnavales, un concierto, los bailes, la juventud, una marcha, un

hecho social o político de la historia reciente. En alguna ocasión, Eduardo Galeano dijo: “Aquí, en estas tierras, hasta las piedras tararean a Serrat”. Sus canciones, en todo este medio siglo, no solo popularizaron las voces de los poetas —dicen que sus canciones y discos basados en Antonio Machado, Miguel Hernández o León Felipe hicieron por ellos más que toda la Real Academia española en su historia— sino también, como dice Diego Manrique, bautizaron a niños y niñas de, por lo menos, cuatro generaciones con versos como: “Si algún día después de amar, amé, fue por tu amor, Lucía”. John Berger, en Apuntes para una canción, dice que una canción, a diferencia de los cuerpos de los que toma posesión, no está fija en el tiempo y el espacio: “La canción narra una experiencia pasada. Cuando se la canta, llena el presente. Lo mismo los cuentos. Pero las canciones tienen otra dimensión que es exclusiva de ellas. (…) Las canciones hacen referencia a un después y un regreso, a bienvenidas y despedidas. O, para decirlo de otra manera: las canciones se le cantan a una ausencia. La ausencia es lo que las inspiró y de lo que tratan. Al mismo tiempo (y la frase «al mismo tiempo» adquiere un significado especial aquí), al compartir la canción, también se comparte la ausencia y entonces esta se vuelve menos aguda, menos solitaria, menos silenciosa. Y esta «reducción» de la ausencia original mientras se comparte la canción, o incluso durante el recuerdo de ese cantar, se experimenta de forma colectiva como algo triunfal. A veces un triunfo pequeño, a menudo uno encubierto”. Esa, pienso, es una de las respuestas a estas —y otras— preguntas sobre por qué Serrat se parece mucho a un prócer en la Argentina.

—Tus cinco canciones imprescindibles de Serrat. Y el porqué de cada una.

—¡Qué difícil! En cincuenta años de carrera es complicado elegir entre un puñado de canciones, pero me quedaría con toda su primera época como compositor, cuando también versionó a Machado, León Felipe o Hernández y él mismo tuvo su vena de poeta. Entre mis preferidas están Romance de Curro el Palmo, Mediterráneo, Fiesta y La saeta. Ya van cuatro (risas). Es difícil olvidarse de los grandes temas como Señora —la mejor canción cantada ¡a una suegra!—, Lucía —invencible— o Cançó de bressol. Me quedaré también con El titiritero, porque la escuchaba en el living de la casa de mis padres, en un pasadiscos gigante, cuando aún estaba la dictadura fuera y yo no pasaba los seis o siete años, y De parto, que entonábamos con una amiga de la primaria —que era hija de uno de los cantantes de Los Trovadores— cuando nos juntábamos debajo de un limonero en cuarto grado de la primaria. Agrego (aunque no es para escuchar en un domingo de lluvia) Balada de otoño (con ese cante, por momentos, flamenco) y De cartón piedra. Me quedan afuera La montonera y Pueblo blanco, pero las menciono porque representaron un grito en tiempos oscuros. Y, claro, puedo seguir contando.

—Serrat fue parte del fenómeno nuevaolero en la Argentina. Se mezcló con Palito Ortega y Sandro, y su representante era el mismo de Julio Iglesias. ¿Qué lo hace ser, sin embargo, tan distinto de ese grupo con el que compartió época?

—Después de esa llegada en 1969, donde se le cerraron los mercados en España tras el grave incidente con el Festival de Eurovisión, América Latina se abrió como un gran espacio de trabajo para los artistas de habla hispana. Serrat encarnaba, creo, lo mejor de la intelectualidad y la prestancia de la chanson francesa y la popularidad de la barriada, los personajes de la Gauche Divine y el Poble Sec, la historia de sus padres y la Guerra Civil española. Su historia de vida, en la Barcelona de los cuarenta y cincuenta, atravesada por su madre aragonesa (que perdió casi toda su familia en Belchite) y su padre, catalán, obrero y anarquista, mostró ciertas preocupaciones aun cuando era muy joven. En un país repleto de inmigrantes —muchos de España, Italia, Francia— eso caló muy hondo. Por esa misma época también llegaron otros cantautores con diferentes propuestas: Manolo Galván, Camilo Sesto, Paco Ibáñez, Julio Iglesias. En los carnavales del club Comunicaciones o San Lorenzo de Almagro se mezclaban, en una misma noche, con Jorge Porcel, Leonardo Favio o Los Wawancó. Alfredo Capalbo, su primer representante en Argentina, era un empresario típico de la época, llevaba y traía artistas desde España, en consonancia con otros empresarios. Era un vendedor de variedades, que se jugaba el dinero con cada una de las presentaciones. La enemistad de Joan Manuel Serrat con Julio Iglesias también era conocida y, sin embargo, trabó una buena relación con Ramón Palito Ortega, quien colaboró en imprimir sus primeras partituras en ClanORT. Serrat lo agradeció siempre. Las preocupaciones políticas de Serrat, creo, le importaban poco y nada a Capalbo. No lo sabremos: murió hace algunos años. En el libro se narra cómo, de hecho, ya durante la dictadura, los mismos custodios de Capalbo formaron parte de los grupos de tareas de la Esma —donde operó el mayor centro clandestino de detención durante la dictadura y por el que se cree pasaron más de cinco mil personas—. Tras el golpe de Estado de 1976, Serrat se desentendió de Capalbo (es probable que se diera cuenta de sus “malas compañías”) y no regresó a tocar a la Argentina: todos los años de dictadura fueron de ahogo, de escuchar álbumes a escondidas, de la confiscación de sus discos, de censurarlo en las radios. Sobre las mesas de las redacciones estaban las listas negras con las prohibiciones que pesaban sobre los artistas —en algunos casos obligados a partir hacia el exilio, como Mercedes Sosa o Nacha Guevara—. Incluso hay testimonios de que, en los centros

clandestinos de detención, mientras se torturaba a los secuestrados, les hacían oír sus discos, con la clara –y perversa– certeza de que esa era la música que escuchaban los jóvenes. Después de ocho o nueve años, cuando Serrat finalmente regresó al país, sobre mediados de 1983, a poco de las elecciones nacionales que marcaron el regreso de la democracia (tras la figura de Raúl Alfonsín), su arribo fue una verdadera fiesta. Sin embargo, ni Canal 7, Radio Nacional o Télam consignaron las decenas de Luna Park que celebraron su regreso. En esta vuelta tuvieron que ver Les Luthiers y Abraham Chiche Aisenberg —su “nuevo” representante—, que se asociaron para traerlo de vuelta a Buenos Aires, cuando la guerra de Malvinas fulminó la dictadura y el escenario para los artistas que estaban afuera fue, sustancialmente, otro. Hay decenas de historias sobre ese arribo: estuvo con hijos de desaparecidos, visitó las cárceles, se organizó un concierto para los inundados, en fin, pareció que no le dijo que “no” a nada. Ese compromiso que marcó su regreso, cuando todavía estaban los militares en el poder y faltaban unos meses para la asunción de Alfonsín, y su vinculación desde entonces con los movimientos de derechos humanos o su involucramiento con los problemas políticos locales, le dieron también una impronta diferente de otros cantautores. No es que no lo hubiera hecho en los 70: tocó en El Chocón para los obreros que estaban en huelga en la represa en el 72 o apoyó la candidatura de Cámpora en el 73. Ese Serrat de los primeros setenta fue, quizás, visiblemente distinto del “gurú progre” —como lo llamó Alan Pauls— de los ochenta y noventa. Sin embargo, su paso por la Carpa Blanca o los recitales a precios populares para colaborar en la compra de la primera casa para las Madres de Plaza de Mayo hicieron también su parte. En definitiva, su persistencia, arriba y abajo del escenario, fue trascendente. Lo llamaron “el héroe que siempre estuvo”: parece que no se perdió ningún hecho social, cultural o político del último medio siglo. Eso hizo, además, que su figura atavesara a diferentes generaciones más allá de los álbumes, las composiciones estrictamente musicales o su gran talento como artista. Después, también, es cierto, está el Serrat que mejor le quepa a cada uno, como dice Fernando D’Addario: el que romántico y popular cantaba Tu nombre me sabe a hierba en los carnavales de Comunicaciones o el otro, intelectual, biempensante, de La saeta, el poema de Antonio Machado que grabó hace cincuenta años. El Serrat que llegó por primera vez en 1969, cuando resonaba la huelga de Sitrac-Sitram y se levantaba la humareda del Cordobazo, que se tomó un vino con Juan Carlos Novoa en el hotel Alvear —entonces derruido— y el que esperó en los camarines de Canal 13 cuando Pipo Mancera arrasaba con sus “Sábados circulares”. El Serrat que dejaba ir las madrugadas en Mau Mau, o el que cenaba, como una bacanal, en Fechoría. El que tocó en el 72 en la huelga de los obreros de la represa de El Chocón. El que despuntaba unos pesos en el Hipódromo para apostar la cabeza de alguna potranca o el que se deslumbraba por esta tierra de extremos y se exiliaba de la dictadura de Franco. El Serrat que aguantó un par de bombas en el Ópera, el que se paseaba con el Torino de Miguel Gila por las calles de Buenos Aires, el que pasaba las temporadas de verano en Mar del Plata, con conciertos en el Hermitage y a la salida se topaba con Vinicius de Moraes. ¿Cuál de todos será, acaso, el verdadero Serrat?

—¿Qué secreto esconde esa hermosa canción llamada La montonera, a la cual el propio Serrat parece resistirse?

—Serrat nunca grabó La montonera. Se dice que es una canción prohibida y, sin embargo, la cantó en un festival para denunciar las dictaduras de América Latina en Barcelona y, también, en otro encuentro musical en La Habana. Litto Nebbia refiere que fue el mismo Serrat quien le pidió, en 2015, los arreglos para Antología desordenada: algo impensable después de toda la debacle con Cazadores de utopías, la película que dirigió David Coco Blaustein. Todos los CD de la banda sonora del filme fueron rotos a hachazos en la oficina de su representante en Buenos Aires. “Ese tema tiene sus leyendas. Lo escribí, sin dar a conocer de quién se trataba, para una muchacha de veinte, veintidós años, que murió en las cárceles de la dictadura. No he dicho nunca el nombre y no lo haré ahora, porque representa a todas las mujeres asesinadas. No sólo es una muchacha que muere. Es una muchacha que muere por una idea, por un pensamiento tan fuerte que, a pesar de no sentir admiración por quien la dirige, ella sigue peleando. Por eso, quise aclarar la situación retomando el Cantar de mío Cid, que dice «Qué buen vasallo sería/ si tuviera buen señor»”, le contó Serrat a un periodista. Lo cierto es que es una canción preciosa y de la que tampoco nunca se conoció con certeza quién fue la elegida. Las mujeres, por su parte, se disputaban el honor de haber sido la musa inspiradora de una letra tan secreta y precisa. Marie-Anne Erize Tisseau es la que más se acerca, creo, porque coinciden las fechas. Sin embargo, el mismo Serrat lo desestimó hace poco cuando un periodista francés lo consultó para una biografía sobre la modelo y militante desaparecida. Otros en cambio, creen que lo dedicó a Norma Arrostito y algunos más a Paloma Alonso, la hija del pintor, que también permanece desaparecida. Hay distintas versiones y relatos y eso no hace más que abonar, me parece, a la intriga. Habrá que preguntarle por qué, además, nunca quiso editarla en un álbum.

—¿Podés contarnos algo de la amistad que unió al catalán con Fontanarrosa?

—No profundicé largo en ese tema. Me pareció que algunas biografías, como la de Horacio Vargas en Rosario, o la película documental de Mariana Wenger, daban cuenta de esto. Sí consigné cómo se conocieron, la relación que los unió, el cariño que se profesaron por años: en una pizzería en Barcelona, en el Mundial del 82, después que España derrotó a Argentina. Me interesó, en cambio, dar cuenta de otras relaciones —en el caso de Rosario, me causaba mucha intriga la relación con Cristina Suriani y Carlos Saldi— y, unos años después, la disputa entre Serrat y Rodolfo Galimberti por la modelo y actriz recién mencionada, en Madrid. En fin, algunos de los momentos que quizás no eran tan conocidos de su paso por la ciudad. Lo mismo que la imagen de la portada del libro: el 7 de febrero de 1970, una noche de carnaval en Central, vestido con un traje de terciopelo oscuro, similar a sus cantantes admirados de la chanson française como Jacques Brel, Charles Aznavour o George Brassens, cuando afuera —seguramente—, cerca del Paraná, el calor y los mosquitos, el termómetro trepaba más allá de los treinta grados.

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