El laicismo radical tiende a expulsar a Dios de todos los espacios públicos, lo cual, de suyo, conduce a una de las patologías de la democracia, la del libertinaje y la anarquía; porque, como dice Dostoievsky, si Dios no existe, todo está permitido. Paradójicamente, también ocurre que ese secularismo extremo, sectario, que ataca al matrimonio y la familia, se inclina hacia la otra patología de la democracia, la del autoritarismo y la dictadura, porque como dice Chesterton, con una mirada amplia a la geografía y la historia, los tiranos buscan la disolución de la familia, por la sencilla razón de que dominan más fácilmente a individuos atomizados, que a sólidos bloques de fidelidad. Por eso la Iglesia defiende su derecho y su lugar como alma de la sociedad; y le brinda principios, gracia de Dios y directivas, contribuyendo a que exista una democracia sana; no una democracia anoréxica y con la patología bipolar indicada. La razón, la libertad, la justicia, la paz y los derechos humanos, son frutos que surgieron de raíces cristianas y sólo podrán mantenerse en pie si van siendo reforzadas por la amistad social, el amor y la generosidad, que contrarresten tanto egoísmo; y se tienda a que todos tengan el mínimo de bienestar necesario para practicar la virtud. Así los hombres y los pueblos vivirán una felicidad relativa, que resulta de caminar por la tierra mirando al cielo, donde está la plenitud.