***
República de la Sexta, escuela Ameghino. Sandra Corizzo es estudiante de escuela primaria. En uno de los salones, un piano la conquista. Desde entonces y para siempre, ese instrumento sería como un faro para Sandra. Porque si en la guitarra lograba orejear temas ajenos, y bocetar ya los propios, el piano era algo así como la utopía. Y como tal, trajo sus conflictos: mientras padecía los estudios en el Superior de Comercio, y avanzaba con su formación en la Escuela de Música, ella entendía que sin piano no habría forma de concretar su sueño de música.
Hasta entonces, su contacto con el instrumento había empezado a solidificarse gracias a un vecino del pasillo, Omar, que le propuso que todos los días, mientras él dejaba la casa para ir a trabajar, ella pudiera practicar escalas con el piano. Era una propuesta y una condición. “Omar me dio las llaves de su casa, me enseñó a tocar escalas y no me dejó tocar ninguna otra cosa –recuerda–. Yo iba cuando no estaba y sólo tocaba las escalas. Un solo día quise sacar con el piano Los dinosaurios. ¡Con la mala suerte que ese día justo volvió antes! Y entonces Omar me dijo que él no me prestaba el piano para eso, sino para estudiar escalas. A mí me encantaba sacar canciones con la guitarra y tocarlas con mi hermana y sus amigas, algo que hacíamos todos los días hasta que yo empecé a estudiar canto, me di cuenta de que hacía cosas mal y decidí no cantar más hasta aprender, y mi hermana se reenojó. Hasta el día de hoy es lo que quisiera: que todos los días vengan a mi casa cincuenta personas a cantar conmigo”.
-Algo que en definitiva luego buscarías en tus shows.
-Sí, es lo que intenté con Todas las canciones del mundo, que hice en 2018 y recupero esa vivencia, el chiste de entre todos decidir, o improvisar, qué cantar, ese pequeño juego de la rockola humana. Y ahí, a pesar de que soy mucho más orejera con la guitarra, decidí hacerlo con el piano recuperando como título una expresión de mi infancia: cuando veía el piano de la escuela pensaba que ahí podían estar todas las canciones del mundo.
***
República de la Sexta, Sandra adolescente. Un día Omar se mudó y con él su piano. Comenzaron entonces los estudios en la Escuela de Música y aquellas prácticas de escalas le permitieron aprobar los dos primeros años. Pero entonces, la necesidad del piano, los conflictos, la tristeza. “Cuando decidí estudiar música se armó un cortocircuito con mi viejo, que no quería que dejara el Superior de Comercio. Así que hice las dos cosas. Fue difícil, sobre todo el último año, porque yo ya estaba decidida a dedicarme plenamente a la música, pero cuando empezaron las clases me di cuenta de que no tenía el piano, entonces iba a tener que trabajar cuando terminara la escuela para poder comprarlo. Pensé que de lo único que podía trabajar era de tenedora de libros, en contabilidad, lo que significaba un año más de matemáticas. Ahí me caí mucho anímicamente, en una depresión, pero me contuvo este grupo de amigos, que todavía mantengo. Lo mío con el piano ya era una obsesión”.
Cada tarde, como corte al suplicio del estudio, Sandra tocaba la guitarra. Y soñaba. Hasta que Iván Tarabelli (novio de la hermana de uno de sus amigos), trajo el dato: Liliana Herrero vendía su piano. Y el grupo lanzó el plan, vendiendo unas rifas que, en concreto, sólo servirían para pagar el flete. Pero no había vuelta atrás. “Una tía les prestó la plata. Durante un tiempo todo eso fue a mis espaldas, después me enteré de que lo habían pagado ellos, que trabajaron para poder devolver la plata. No era gente a la que le sobraba, pero me regalaron el piano. Eso me dio un influjo de energía en pos de mi estudio: las ganas que yo tenía, además de que me habían aguantado un año de torturarlos, hizo que saliera a estudiar con los tapones de punta. Mi voracidad con estudiar tenía que ver con eso: ante mi mirada de que no iba a poder, cuando lo resolvieron salí a estudiar con todo”.
La voracidad, claro, tuvo sus consecuencias: en paralelo con la frustración que le significó el método académico de enseñanza, su búsqueda constante derivó en que en poco tiempo no hubiera quién quisiera darle clases en Rosario. Convertida ella misma en docente, Corizzo encuentra explicaciones: “Hay dos cosas que hoy por hoy tienen mi atención en relación a la observación consciente y tratar de vislumbrar por dónde dar el siguiente paso. Una es la vinculación con la música de las nuevas generaciones, porque hay algo que me acerca más que a la gente de mi generación o de la anterior. Me adapto, soy muy adaptable, pero en algunas cosas realmente me siento más movilizada, quizás porque tiene que ver con ese aprendizaje más caótico que tuve. Los jóvenes estudian lo que les llega y lo que les da ganas, así estudié yo. De mi generación, en general, no estudiaron de ese modo, pero yo aprendí en el caos. Y a mis alumnos les enseño desde ese lugar, los trato de correr para donde disparan. A veces ni saben para dónde, entonces es un trabajo de a dos ver qué es lo que realmente define a esa persona, sin hacer bajadas verticales. A su vez es más difícil de transmitir. Trabajar con un programa metódico es más cómodo para el docente. Pero conozco a un montón de músicos que se quedaron en el camino porque estuvieron cinco años viendo obras de piano que no les interesaba estudiar”.
Enfrentada ella misma a ese obstáculo, pronto tomó la decisión de dejar los estudios institucionalizados, lo que representó otro conflicto familiar: “Ahí es donde Lucho González se convierte en mi padre musical, porque pasaron unos años y tuve que hablar con mi viejo, ya que tras que había decidido estudiar música después le dije que ni siquiera iba a tener título… A los veinte años fue el momento bisagra donde nadie me quería dar clases, porque no les pagaba (porque mi viejo no me daba plata), entonces les hacía algunos trabajos, pero me daban clase y mi manera de agradecer eso era estudiando. Tanta gente confiando en mí… ¿mirá si iba a estar sin estudiar? Pero aprendía tanto que no daban abasto para enseñarme. Fue entonces cuando tuve una charla con Lucho, porque quería seguir estudiando y no tenía qué estudiar. Entonces Lucho me dijo que fuera a Buenos Aires a estudiar Armonía Moderna por Voces, algo más específico que lo que había estudiado con Gabriel Senanes. Lucho le ofreció cambiar un alumno a Manolo Juárez y que yo fuera gratis, solamente tenía que pagar el colectivo. Le dije que mi papá no iba a aceptar eso. Entonces Lucho fue, habló con él y desde ese día mi papá me empezó a mirar distinto. Lucho le dijo que yo era especial, que no era normal lo que estudiaba”.
Aunque el vínculo con Juárez no funcionó (“Era hipermachista. Yo tenía buenos profesores, que me trataban bien, no podía soportar que alguien me hablara mal”), continuó formándose con el Mono Fontana, amplió hacia el teatro, conceptos escénicos y, desde allí, comenzó su trabajo docente. Y, también, con la posibilidad de generar ingresos como compositora, abriendo puertas en Buenos Aires a mediados de los 90.
Sin embargo, otra vez República de la Sexta. “Elegí no irme de Rosario –aclara–. Todo el mundo decía que en Rosario no se podía vivir de la música, pero en aquel momento estaba trabajando algunas cuestiones más ligadas a lo metafísico. Cuestionaba mucho las sentencias en general, más desde la base del deseo. ¿Por qué tenía que irme de Rosario? Si el trabajo del músico es subirse a un colectivo, un avión o un barco, ¿por qué tiene que vivir en un determinado lugar? No le veía el sentido”.
-¿Cuánto había allí de lógica y cuánto de rebeldía?
-No era rebeldía, sino una cierta obediencia con el deseo propio. No quería irme a Buenos Aires, quería estar acá. Para mí la vida social, los afectos, siempre fueron muy importantes. Rosario es mi lugar en el mundo. ¿Puedo ir a otro lado? Sí, pero ¿por qué? Quizás ahora, en este momento, no lo esté eligiendo tanto, pero en aquel momento sí. Mi obra, mi composición, mi creatividad dependían de que estuviera feliz, que tuviera a mis afectos. Yo iba a Buenos Aires y era mucho para mí. Siempre en algún punto pienso más ligado a la idea del deseo y la intuición al servicio de lo que considero es un poco tu camino. Pero igualmente fui entrando en Buenos Aires. Me doy cuenta de que pasó mucho tiempo y conozco mucha gente. Lo único que siempre tuve, como pauta, como una ética interna, es no forzar relaciones por algo laboral, por conveniencia. No lo sé hacer, además. Creo en las relaciones humanas desde la paridad, la horizontalidad, desde un pensamiento común, un respeto. Un respeto que incluya todas las características, más allá de géneros, de estilos musicales. Yo escucho muchas voces, de todos lados, además pertenezco a muchas escenas distintas, y a ninguna. Conozco el ambiente del jazz, del rock, del blues, cierto ambiente de folklore, conozco gente de muchos estilos.
-Todos estilos que son parte de tu obra… De hecho, no sos una artista posible de ubicar en un nicho.
-Porque no me salió. No es que no hubiera querido. Pero hubiera sido antiético, nunca pude tomar esa decisión. No sé si está bien o mal, es lo que me salió. Siempre tengo esa sensación de tratar de encontrar, no voy a forzarme a usar un estilo que no me gusta, pero eso no quiere decir que no lo respete. En ese sentido fui tomando cosas de distintos estilos, y hay muchas cosas que me gustan. Y me alegra mucho que hay muchos jóvenes que están explorando lugares que me interesan y gustan mucho. En otro momento eso no fue así.
***
Una y otra vez, Corizzo se instala en el concepto del deseo. Y al mirar el camino recorrido, puede reconocer también el impulso de las frustraciones: “Todo tiene su razón de ser. Agradezco haberla pasado tan mal en la escuela, no sé si hubiera estado tantos años estudiando vorazmente de no haber sido por la demora en cumplir mi deseo. Pienso mucho en el deseo como motor, pero también como lo elusivo que es. Porque una vez que obtengo lo que deseo, también hay un duelo, entonces hay que ver cómo cambiar y que el deseo deje de ser una zanahoria que tenés adelante y pase a ser como piedritas que te van guiando en el camino. Eso es distinto, porque lo vas transitando. Después podés ver si tenés ganas de seguir o no ese camino, o querés parar a descansar. Yo ahora empiezo a mirar para atrás y veo que entre un disco y otro pasan años…”.
-¿Los discos se motorizan también por el deseo? Porque allí influyen otros factores: el tiempo, las posibilidades económicas…
-Creo que el deseo es el motor de la vida en general. Pero hay que reformularlo, deconstruir el deseo, como todo lo demás. Hay modos de vivenciarlo. En estos últimos años cambié mucho el paradigma desde donde me muevo. Antes me movía por algo más rígido, la idea de lo profesional, de lo que es bueno o malo. Pero hace bastantes años que lo estoy pensando más desde un principio de incertidumbre. Y ahí está el deseo, porque estás en el viaje. El deseo de llegar a la meta es otra cosa. Yo lo estoy viviendo más tranquila, viendo dónde me va llevando el proceso. Y con las intuiciones. ¿Quién pone las piedritas en el camino? No lo sé.
-Está la intuición pero también la imposición: en el arte está la idea de que hay que hacer determinadas cosas para que las cosas funcionen, y eso se impone.
-Sí, de hecho yo pienso esas imposiciones. No me hago la superada: también lamento no tener dos millones de oyentes en Spotify. Quiero tenerlos, pero eso no me va a hacer desviarme de lo que sienta como camino. No me va a condicionar. En mi camino personal siento esa contradicción: quiero tener los oyentes, pero qué clase de deseo es ese es lo que me atañe, si es auténtico, si es una imposición, qué implica. Porque en un momento, después de muchos años sin tocar, tomé una decisión (como cuando decidí no tocar más porque me había cansado de producirme a mí misma), y ese año empecé a trabajar con Reynaldo Sietecase en la obra El amor muerde, mostrando canciones nuevas. Son canciones que iban a ir en un disco de folklore que no puedo producir, porque no tengo ahora las condiciones económicas. No es un problema con la estética, sé con quiénes lo haría, pero hay una cuestión económica, ejecutiva. Esas canciones, que no iban a ser tocadas ni grabadas, empezaron a sonar en algunos trabajos míos como telonera de otros artistas. De esos trabajos aprendí muchísimo en la observación de esos otros artistas, más mainstream, un poco espejándome. Y preguntándome: ¿quiero hacer eso? Un día me tocó tocar antes que una artista muy conocida: en un momento, estaba muy enajenada y contó una historia personal ante un montón de gente. Fue una escena bastante triste, movilizadora, y la mitad de la gente no registraba que eso estaba pasando, hasta que ella registró que estaba fuera de lugar. Fue algo muy fuerte lo que pasó y ella terminó diciendo que lo contaba porque se pasaba 300 de 365 días arriba de un escenario y que lo contaba porque el público era su familia.
m78575138.jpg
Foto: Celina Mutti Lovera / La Capital
-Entonces, ¿cuál es la vida real?
-Claro, hasta dónde se perdió esa persona para tener que contar y decir eso. Y descubrí que ese era el mayor pánico que me daría el éxito a nivel comercial… ¿y si me pierdo yo? No quiero perder mi verdad, ni a mis amigos. ¿Cómo se hace para sostenerlo?
-El éxito comercial permite poder vivir del quehacer artístico, pero implica conceder muchas cosas.
-Sí, y no estoy entrando ni siquiera en el análisis metafísico, si te metés en el universo de las proyecciones, de lo abstracto, las posibilidades son infinitas. En el canal VH1 había un programa sobre las bandas que habían triunfado con un único hit. Para mí eran como relatos de terror, te dabas cuenta de todas las cosas emocionales que no estaban preparadas para pasar.
-Después hay otra parte: el reconocimiento. Que tiene más que ver con los pares y que es algo que vos sí tenés. Analizar de dónde proviene ese reconocimiento permite marcar si estás yendo o no por el camino que querés.
-Sí, toda la vida dije eso: una cosa es la fama y otra el reconocimiento, en el sentido de visibilidad. Lo que también me gusta mucho más es la idea de reconocimiento. Y me gustaría que el reconocimiento del público sea más parecido al de los pares. Por algún motivo, que creo es económico y de cambio de paradigma, creo que el público se posiciona en un lugar infantil frente al artista y eso a mí no me convence. Yo no posiciono ni a un niño de cinco años en un lugar infantil: ese niño también es un par para mí, si me pongo a componer con ese niño, veo cómo comunicarme con él hasta crear un lenguaje común. Desde ese punto lo que creo es que durante muchos años se ha abonado a la idea de endiosar al artista, que está en otro estrato, está arriba. Mientras eso sea un juego, un reparto de roles, es una cosa. Poder disfrutar del espectáculo y entender que Caetano Veloso y el público son lo mismo es una cosa, pero es distinto cuando pensamos que Caetano Veloso está allá arriba. No me gusta esa mirada del otro, no me gusta estar en ese lugar de arriba. Puedo recibir que me digan “diosa”, “genia”, lo entiendo desde un lugar de cariño, pero me gustaría que fuera distinto, que no pasara por el tamiz de quién es ídola, genia, diosa. ¿Por qué no puede ser simplemente recibir lo que dan? Como artista, del público recibo su escucha, que se deje tomar por lo que doy, y agradezco esa recepción. Mi ilusión a futuro es que se construya a ese nivel, porque no siempre fue así. De hecho, en muchas culturas no es así. En algunas prácticas más integradas, que tienen la danza, la percusión, los cantos grupales, aparecen otros factores donde no es una misa. “La Misa Ricotera”: ahí todos hacemos lo que dice alguien. Mis intereses están en buscar por los rituales urbanos. Las jams de improvisación del Club 1518 tenían que ver con eso, de ahí se forma un espacio como el Broda, una propuesta más colectiva. Maia López está organizando rondas de cantores en la plaza Libertad, a pulmón, sin apoyo. La gente se junta, se anota para cantar cualquier persona que quiera, es un espacio hermoso de convivencia. Esos espacios deberían estar todo el tiempo, en todos lados. Y tiene que darse una descentralización de la música, que realmente sea más federal. Si empezás a moverte en esos pequeños espacios, no necesitás irte a Buenos Aires. ¿Por qué no puedo tener un movimiento acá que me interese, que sea realmente interesante? Y que tenga que ver con el espacio que tengo acá, con el barrio. Porque eso permitiría que cuando haya intercambio, sea un intercambio real.
“Salvavidas”
Ese es el nombre del nuevo sencillo de Sandra Corizzo, que se lanza mañana y que forma parte de un EP que seguirá presentándose de aquí a fin de año. La cantante destacó la importancia del rol cumplido por Dani Pérez, uno de los fundadores de la banda Los Sucesores de la Bestia, quien la acompaña en el tema. Mientras, el sábado 17 de septiembre es la fecha fijada para el estreno de “Te amaré nunca más”, el nuevo espectáculo que Sandra protagoniza junto al periodista y escritor Reynaldo Sietecase, en Sala Lavardén.