“Y todo se irá al diablo y será un jueves de un mes impar de un año bisiesto”, escribió Julio Cortázar en “Historias de cronopios y de famas”, ese libro tan eterno que sirvió para descubrirnos algunas maravillosas ocupaciones argentinas. Sin embargo te moriste un domingo, lluvioso en este rincón de Rosario, aunque allá en París hacía frío y el cielo lucía diáfano, según informó al día siguiente la voz lejana y crepitante de un periodista cuando la conexión satelital hizo posible que yo lo confirmara en el viejo y destartalado televisor en el que se veía una silueta de la torre Eiffel que servía de fondo a la noticia.
La ceremonia de sepelio se llevó a cabo un día después de este informe del 12 de febrero de 1984 en la tele, es decir el martes 14. En París el sol resplandecía para disimular un poco el frío de la mañana. El funeral se había llenado de cronopios venidos de muchas partes del mundo y una crónica postrera denunció que en el cementerio de Montparnasse, donde está tu tumba junto con Carol y Aurora, tales cronopios un tanto tristonios y adoloridos se cansaron de vigilar la conducta en los velorios y entonces algunos famas lo tomaron por asalto. Una desidia burocrática hizo esperar más de dos horas al cortejo antes de la inhumación, dice la crónica, pero todos sabemos que puede no ser verdad porque se miente mucho por falta de imaginación.
Aunque en París no fue jueves, fue domingo en las claras orejas de aquel burro peruano del Perú, perdonen la tristeza, sobre todo la de César Vallejo. Y a mí me llovió acá, a la altura de la amígdala, y hace 40 años que sigue el aguacero de los días y las noches.
Julio Cortázar, el mayor cronopio de la historia, título grandilocuente que te hubiera hecho bramar, moría de tristeza y cansancio aquel 12 de febrero, 16 meses después de la partida de Carol Dunlop, esposa y autonauta de la cosmopista del sur embotellado de una ciudad que perdió una luz de las potentes. “Estoy tan solo y tan deshabitado”, le escribiste con tu dedo grande en el aire a una amiga un año antes de despedirte del todo.
Julito murió en París en un año bisiesto hace ya cuatro décadas y la recordación viene a cuento en otro año bisiesto, podría decirse una rareza que pasa cada cuatro años pero que tiene sus particularidades, y si no pregúntenles a todos los nacidos un 29 de febrero.
Cortázar cortaba azahares en su interminable juventud patafísica, aunque ese apellido derivado del vasco significara “cuadra o establo viejo”, según el poema de otro amigo del cual no queda ya ni el recuerdo, y abría el camino para recorrer el día en todos los mundos secretos y ocultos. O sea, bien mirado, ni más ni menos que la noche.
Lo cierto es, querido cronopio, que el calendario que agregó un día cada cuatro años y se llamó año bisiesto (bis sextus en latín) fue ideado por el emperador romano Julio César, quien delegó en un astrónomo y matemático la corrección de los desfasajes en la manera de medir el tiempo en el Imperio Romano. El matemático Sosígenes de Alejandría se basó en el calendario egipcio para agregar un día cada cuatro años y así corregir la diferencia entre el año trópico y el año calendario. Si bien hoy el mundo se maneja con el gregoriano, instaurado por el Papa con ese nombre en 1582, este no es más que una pequeña corrección del calendario juliano. Justamente Julito, justamente...
A mí los años bisiestos me dan un poco de tirria, que quizá oculte algo de miedo, porque lo más probable es que tengan bien ganada su fama de mufas. Me dejan un poco triste y aterrorizado, como aquel 12 de febrero, cuando a la pesadumbre propia de sentir que se iba un hermano, con el que no nos vimos nunca pero no importaba, le sobrevino el espanto de pensar este mundo sin vos. Recuerdo que volví a leer “Rayuela” como un poseso. Y me imaginé Horacio y busqué a mi Maga y me fui a Nicaragua.
Se cumplen 40 años de la partida de un hermano, un amigo, un tal Julio. El más caro, según la sexta acepción de la Real Academia Española, entre tantos otros que hacen la vida más llevadera, con los que nos amigamos y nos hacemos compinches de sólo leerlos.
Por eso, nada mejor para cerrar este panfleto nostalgioso que Cris, no la ídola santacruceña, no. La uruguaya... no la de Pedro Mairal, no. La dueña de los versos de Julio, con quien miraban fascinados a la misma mujer.
“Morir es la forma más definitiva de estar siempre que ya no podamos caminar juntos”, le escribió Cristina Peri Rossi a su amigo en el exquisito libro que los reunió en una ceremonia de íntimo y secreto amor titulado “Julio Cortázar y Cris”. Y remató: “Para un escritor, lo más difícil es estar a la altura de su obra. En tu caso, eso te exigió crecer muchísimo”.