Un chofer del transporte urbano de pasajeros fue fusilado en pleno servicio, con pasajeros arriba de su unidad, durante la tarde, de manera frontal y sin vacilaciones por su atacante, que no se preocupó de la presencia de testigos o más bien buscó que así fuera al descargar siete disparos con un arma de gran calibre.
Si queda confirmado que el asesinato de César Luis Roldán fue concretado por un individuo que dejó un cartel para pasar un mensaje estamos ante una nueva forma de terrorismo urbano.
El terrorismo consiste en una acción brutal, aleatoria en la selección de destinatarios, con un propósito de intimidación pública. Nada sugiere hasta ahora que fueron a matar al conductor de la línea 116 por un pleito individual. Justamente el terrorismo es impersonal, tiene como distintivo la inespecificidad en la búsqueda de sus blancos, porque el blanco atacado no es el fin sino el medio. Si esto fue el pasar un mensaje entre bandas, que escogen un cuerpo como enunciado del mensaje, no hay nada de personal en que la víctima haya sido este padre de familia de 43 años. Aterradora, desconcertante, atroz, la idea es que se sienta que el que muere bajo este comportamiento público puede ser cualquiera.
Ahí está el núcleo de una acción terrorista. La selección azarosa de los que van a ser atacados o pueden morir. Es una acción pública de significado monstruoso y desintegrador. Ya ocurrió en el pasado reciente. A Lorenzo Jimi Altamirano lo secuestraron por la calle y lo mataron frente a la cancha de Newell’s. No importaba que fuera un músico ajeno a cualquier contienda criminal. Fue él, pudo ser cualquiera que pasara por allí, fue el planteo de los fiscales. Con César Luis Roldán se insinúa lo mismo. Fue un prestador de un servicio público del transporte, pudo ser el integrante de una cuadrilla eléctrica, el trabajador de un centro de salud, el que recorta el arbolado público.
Y esto va más allá de si se deja o no mensaje. Si se descarta que el ataque fue resultado del acto de un enajenado mental sin ningún objetivo, un puro acto psicótico, o de algo que tuviera alguna relación con la víctima que nada lo indica, el hecho de que maten a un colectivero en pleno recorrido delante de pasajeros a las cuatro de la tarde en un lugar concurrido es aterrorizante. Pero si eso se debe a un propósito criminal inmotivado con el chofer es un acto de terrorismo, una atrocidad que implica un completo salto de escala. Esto no habilita a la conducción estatal a soluciones fáciles o salidas autoritarias, típica reacción en base a la frustración o la incapacidad de dar respuestas idóneas. Pero sí a registrar la urgencia de una salida política firme, legal y legítima del Estado a esta forma de criminalidad aberrante.
Los actores del sistema penal están lógicamente cerrados. Se sabe que las conjeturas apuntan a la disputa de dos conocidas facciones criminales, entroncadas en el narcomenudeo, con sus referentes en una cárcel de la provincia. Si esto se confirma quiere decir que hubo una orden de que pasara, como ocurrió en los crímenes de Jimi Altamirano en febrero pasado o de la madre e hija que esperaban justamente el colectivo en Parque del Mercado hace 15 meses. Lo que pasó es un acto claro de desestabilización política al gobierno actual pero, es pensable, también un mensaje al que viene. Matan a un chofer y dejan una nota. El que lo hace sabe que lleva la situación al colapso.
Esto es indisociable de la situación explosiva de las cárceles, donde los actores predominantes recurren a la violencia para seguir mandando, y donde se viven situaciones de alta peligrosidad ya anunciadas por las máximas autoridades por el crecimiento impactante de su población interna. La idea de que quien es confinado es neutralizado dejó de regir. El descontrol de las cárceles explota todo el tiempo en el afuera. Y en el MPA saben que desde las prisiones ya se ha actuado de esta manera, generando violencia extrema y aterradora, para que les garanticen un canal de negociación o condiciones de detención.
El hallazgo de una nota en el colectivo y el cuerpo del chofer relativiza la idea de una violencia colosal sin motivo. El ministro de Seguridad Claudio Brilloni, siendo mesurado, se lo admitió a este diario. Frente a la pregunta sobre si los aludidos en la nota son bandas o grupos dirigidos por referentes carcelarios de Rosario, el ministro respondió que sí. Y que no descarta que el homicidio sucedido a continuación del ataque al chofer, en Garibaldi y Ayacucho, esté vinculado.
Ante el aturdimiento es imperioso esperar, aunque sabiendo lo que está insinuado. Una escala nueva donde la violencia dispersa y caprichosa aparece como recurso instrumental para disputar poder. Eso es terrorismo civil. Es producir terror en la población para conseguir algo. No sabemos casi nada de lo que pasó. Pero sí sabemos esto.