En estos días se está debatiendo en la Cámara de Diputados de Santa Fe un proyecto de modificación al Código de Procedimientos en lo Civil y Comercial de nuestra provincia. Quizá este artículo tenga un cierto sabor a "cosa técnica" y ajena para quien no está vinculado al ejercicio de la abogacía o al trabajo cotidiano del Tribunal. Sin embargo, las normas de ese Código ponen en juego garantías constitucionales, tales como la de debido proceso y defensa en juicio.
La comisión que redactó el anteproyecto –convocada por el Gobernador e integrada por representantes de las Universidades, de los Colegios de Abogados, del Colegio de Magistrados, por académicos– dedicó una gran cantidad de horas a debatir cuáles serían los aspectos a modificar, cuáles institutos procesales se receptarían y cuáles no, qué perfil de jueces se pretende y cuáles son sus facultades, en cuánto puede el Poder Judicial adentrarse en la vida de quienes concurren a solicitar sus servicios.
Tuve el honor de participar en la subcomisión que propuso normas para conformar un capítulo dedicado al fuero de Familia y modificar algunas leyes especiales. El trabajo contó con la participación tanto de profesionales como de jueces especialistas y trabajadores judiciales. Fue pensado desde una perspectiva nítidamente pragmática que ha colectado la experiencia tribunalicia de los distintos ámbitos geográficos provinciales.
Todo esto que voy narrando sigue ostentando un marcado gusto metálico y desprendido de las cosas palpables. ¿Cómo afecta este código a nuestra vida cotidiana?
Hace un tiempo publiqué en el libro "¿Cuánto tiempo es un tiempito?" un breve relato titulado "Los quenoés" y, a partir de lo expuesto, me parece oportuno desempolvarlo, con algunos agregados y algunas actualizaciones. Todos los días veo, en los Tribunales de Rosario, gente ejerciendo sus derechos. Lo hacen con la compañía de profesionales de la abogacía y la procuración, claro está. Yo soy abogado desde hace casi 29 años y amo apasionadamente esta tarea. ¿Cuál es esa tarea? Creo saber qué no es, más bien algunos pocos "qué-no-es" acotados al fuero de Familia.
Sé que no somos nosotros los que ejercemos el derecho, son ellos. Sé que poner en acto el ejercicio del derecho de otro no es proponer un silogismo ni resolver como silogismo. Sé que poner en acto el ejercicio del derecho de otro no es una declamación de convenciones, constituciones, códigos o grandes letras, palabras o frases. Sé, también, que no es llenar de escritos, peticiones, pretensiones y recursos como tampoco lo es hacer de requisitos previos la base de la no respuesta. Sé también que poner en acto el ejercicio del derecho de otro no se reduce al derecho.
Ese "poner en acto" sólo lo entiendo con las "patas" en el barro, las suelas en los pasillos, los valores de la Constitución en la cabeza y la mirada en la mirada del otro.
Las personas que cotidianamente asisten al fuero de Familia, como sucede también en los otros fueros, le están encomendando una porción de su vida, a veces una porción gigante de su vida. La enorme mayoría pone sobre el escritorio, o hace escribir en papelitos, todas sus tristezas y sus miserias, sus mezquindades, sus dolores, sus angustias, sus lágrimas, sus perversiones. A veces, sus virtudes y sus alegrías. Quienes las reciben, como así también quienes las acompañan, no forman parte de sus afectos, no comparten necesariamente sus costumbres, no interpretan las palabras del mismo modo, no son ellas ni son ellos. Se da allí una situación de soledad comparable únicamente con la que tienen quienes ejercen la magistratura a la hora de firmar las decisiones (a ésta última la llamo "la soledad del gancho").
Ese conjunto de tristezas, miserias, mezquindades, dolores, angustias, lágrimas, perversiones, virtudes y alegrías, miradas, gestos, costumbres, idiomas, creencias, símbolos, son el terreno, son el territorio, es un piso plagado de desniveles y de piedritas. Quienes acompañan, quienes reciben, quienes atienden, quienes informan, quienes deciden, deben conocerlo como conocen la vereda donde jugaban en la niñez. Deben saber mirar en la mirada del otro, hurgar en sus gestos, ponerse en sus zapatos.
Las "patas" en el barro nos colocan en una situación muy distinta frente a la duda y a la pregunta. Algo así como si tiene una duda, dude. Busque, investigue, pregunte. Vuelva a dudar. Haga bollitos de papel y vuelva a escribir. Las "patas" en el barro también nos permiten corregir y si ya no se puede, pedir disculpas.
¿Se relaciona esto con el "sentido común"? A mi juicio, no. Actuar y decidir con "las patas en el barro" sólo encuentra un sendero adecuado si nuestras manos están sobre los valores y las normas de la Constitución nacional y de los Tratados Internacionales de Derechos Humanos.
Sin embargo, nunca debemos olvidar que todas las letras de todas nuestras frases de todos nuestros libros de todos nuestros textos solo valen si hay otro. Si no lo hay, solo quedamos nosotros que, precisamente, no somos los que ejercemos los derechos.