“Esta película arranca donde termina la otra”. Claudio Tamburrini mueve los chorizos en la parrillita que tiene en el patio de su casa en las afueras de Estocolmo. Cuenta que hay cortes que ve en las carnicerías suecas que no sabe qué son, pero sí consigue entraña, bife de chorizo y el corte que los brasileños llaman picanha. La primera película es Crónica de una fuga (Adrián Caetano, 2006, basado en el libro Pase libre, del propio escapado), en la que un notable Rodrigo de la Serna interpreta al joven Tamburrini, un Montecristo que se escapa de la Mansión Seré, donde la dictadura lo tenía secuestrado-desaparecido y lo torturó hasta ese 24 de marzo de 1978.
Ahora está preparando la película que cuenta la segunda parte de su vida, la historia del Tamburrini que llega a Estocolmo, aprende con singular rapidez el idioma local y se recibe de doctor en filosofía (y sigue atajando, como cuando lo hacía en Almagro), pero que no se desprende de su origen argentino y vuelve para el juicio a las juntas y el alegato de Julio César Strassera (“señores jueces, nunca más”).
—Arranca con un flashback en Estocolmo y luego va para atrás. Es un personaje de sesenta y pico de años que vive la angustia de la página en blanco de un escritor y viene un refugiado que le cambia esa vida de paz burguesa que tiene. ¿Por qué dejás tu país?, le pregunta al asiático a quien no le permiten establecerse, no lo expulsan pero tampoco le dan permiso de residencia. Y el escritor le dice que esto es mejor que la guerra, de la que viene, no te quejés. Tenés comida y donde dormir. Y el otro le dice, es fácil para vos decir eso. Y así discuten todos los días café de por medio. Uno de esos días la policía lo detiene.
—¿Cómo se llama la nueva película?
—El guión tiene como nombre Las sombras, pero puede cambiar. El director de la película es un sueco, Simon Kaijser. Y estamos en busca de los actores. Hay un personaje clave que es Julio César Strassera y el momento en que da su alegato en el juicio a las juntas.
—¿Ya saben quién lo personificará?
—El director, que vio El secreto de sus ojos y Relatos salvajes, cree que Ricardo Darín sería ideal. Para mí también. Nos imaginamos la personificación que puede hacer de Strassera en el momento del alegato final. Es ideal por su aplomo, su presencia, su capacidad actoral. Para el personaje de Claudio joven pensamos alguien que tenga raíces latinoamericanas y que a la vez hable sueco perfectamente. Pero es una discusión que tenemos en el equipo y quizá termine siendo un actor argentino. También buscamos productor asociado porque la mitad se va a rodar en Buenos Aires.
—¿Cómo fue tu salida de Buenos Aires y por qué terminaste en Suecia?
—La fuga fue el 24 de marzo de 1978. Estuve escondido en varias casas un par de meses. Después llegó el Mundial, y cuando Argentina juega con Perú, tras ese partido, salgo a la calle por primera vez, el 21 de junio. En esos tres meses estuve guardado en casas de gente solidaria que me escondía, salía solo para cambiar de casa. Cuando se da el 6-0 a Perú salgo a festejar en medio de toda la gente, me sentía más seguro. Después me mudé a una casa nueva y estuve un año viviendo clandestino. Y empecé a trabajar. Primero de vendedor de cursos de idiomas de inglés en casetes. Eso durante unos meses. Después recuperé el auto de mi papá, compré un taxi y lo manejé un tiempo. Di dos materias de filosofía libre. Hasta que quise sacar el DNI. No fui yo a hacerlo sino que lo intentó una amiga. Y a ella no se lo dieron porque querían que fuera yo personalmente. Ahí dejé de lado la temeridad de seguir en Buenos Aires, que era una locura. Ese incidente se terminó por convertir en pánico: me voy, me voy, me voy. Me enteré de que Guillermo Fernández, otro ex desaparecido, había salido a Río de Janeiro y pedido refugio político en Francia gracias al Acnur de la ONU. El 25 de mayo de 1979 salí en bus desde Retiro a Puerto Iguazú, y el 25 desde Iguazú crucé en lancha de pasajeros. Pude salir porque el DNI había quedado en el campo de concentración, pero la cédula no. Entonces llegué en bus a Porto Alegre, luego a San Pablo, y después a Río de Janeiro. Conté mi historia en el Acnur y me dijeron que había que solicitar asilo en tres países: yo quería Francia porque mi amigo estaba en París. Pero agregué Dinamarca y Suecia, de relleno. Como Francia demoraba, el 26 de agosto de 1979 llegué a Estocolmo. Ya me habían contado que Suecia tenía más facilidades, te buscaban en el aeropuerto y te llevaban a hotel, te daban un curso de sueco, de introducción a la sociedad, después un departamento de alquiler. En Francia, no. Llegabas solo al aeropuerto.
—¿Te arrepentiste en algún momento?
—No sé cómo me hubiera ido en otro lado. Quizá me hubiera ido mejor... Cada tanto doy charlas, tipo comentario de la película, en escuelas secundarias y sindicatos. Siempre alguien me pregunta qué sentís ante lo que viviste, cómo lo pudiste superar. Y yo digo que no lo he tenido que superar: si me garantizan el final, yo quisiera volver a repetirlo. Porque fue una bisagra en mi vida. Me ha hecho el que soy. Si no hubiera salido de Argentina probablemente no hubiera sido profesor de filosofía, tendría otra mujer, otros hijos, no los que me tocaron, ni esta casa, ni estaría charlando con vos ahora, ni los libros que publiqué, o la ópera que me interesa hacer sobre la fuga. Es teóricamente extraño, pero una cosa infeliz me generó toda la felicidad del resto de mi vida. No es superar, es gracias a eso. Hay una película conocida en Argentina como Dos vidas en un instante (Sliding doors, 1998), con Gwyneth Paltrow, cuyo tema es justamente lo que te tira en una dirección o en otra. Ella trabaja en una empresa en una ciudad norteamericana y vive con un chico en las afueras. Un día termina antes su trabajo y sale para la casa para sorprender a su novio con una botella de vino. Pero pierde el tren y llega a la misma hora de siempre. En la segunda mitad de la película sí llega a tomar el tren y ve que el chico le era infiel y todo cambia por algo muy pequeño como un mínimo retraso. Mansión Seré fue mi puerta giratoria, por eso hasta la reivindico.
—Es el jardín de los senderos que se bifurcan
—Tal cual. Ayer hablamos de esto con Simon Kaijser, del fenómeno de la victimización, de los que construyen su identidad sobre la base de un hecho traumático, y por eso se niegan a dejarlo de lado, seguir adelante. Estoy en contra de eso, porque te hace girar en un círculo vicioso del que no salís, y estás siempre...no quiero herir susceptibilidades. Yo la pasé mal en Mansión Seré y después me escapé. Tengo dos opciones: o reivindico la fuga o quedo enganchado en el recuerdo traumático de esos cuatro meses. Si elegís lo segundo, seguís estando prisionero, como si no te hubieras tirado por la ventana. Creo que hay síndrome de victimización si no podés salir adelante.
—¿Qué cambió para que los inmigrantes sudamericanos de los setenta y ochenta fueran bien aceptados por los suecos y ahora no suceda lo mismo con asiáticos y africanos?
—La inmigración política de los setenta y ochenta era socialmente aceptada, era bienvenida. Por diversas razones, por otro ambiente político, otra atmósfera; hoy corren otros vientos. El Estado de bienestar sueco estaba en su apogeo y ahora se mantiene decentemente, pero ha habido una pérdida, una disminución en el nivel de beneficio social, que no tiene que ver con la inmigración sino con que la sociedad envejeció, la gente se jubila a los 65 años y vive hasta los noventa. Está el aumento exorbitante de los costos del servicio de salud por la tecnología médica, que incide también en la longevidad. En los setenta eso no existía como gasto, había otra realidad estatal financiera. Suecia vivía en general de dinero prestado del mercado financiero internacional; eso explotó en 1991 en una crisis muy grande, muchos fueron casi a la quiebra. A partir de entonces, se ajustó el cinturón. Hay varias causas concurrentes. El nivel de bienestar igualmente es aceptable, pero tiene áreas deficientes. En salud hay colas para tratamiento médico en el sistema público, que es el único que existe y es gratuito. Para tratamientos de cáncer hay listas de espera, la garantía de tres meses no se cumple. También en el sistema educación y en la tercera edad. En 1970 funcionaba mejor, el sistema de salud no tenía un presupuesto de tecnología médica como el de hoy, que cuesta muchísimo y se importa. Ese empeoramiento del Estado de bienestar para muchos sectores conlleva la mala voluntad de recibir a inmigrantes. Cuando en la casa abunda la comida, se invita a otros; cuando cuesta llenar el plato no se es tan generoso. De todos modos hay debate porque muchos dicen que tenemos bienestar tan alto que se puede renunciar a otros beneficios para permitir a otros que vengan. Y se discute cuántos pueden venir. En 2015, durante la crisis de Medio Oriente, vinieron diez mil personas por semana.
— ¿Esa discusión está presente en la película?
—Sí, fijate. Un personaje, que me había ayudado a mí, dice que se ayuda a un inferior para reafirmar que el que ayuda es el superior, que es tan condescendiente que puede hacerlo. Así era la ayuda en los setenta: te recibimos pero seguí así, allá abajo. Pese a que algunos hicimos carrera, por lo general los suecos no estaban interesados en escuchar de tu historia de vida, tu narrativa. Quedate en el fondo. Es una actitud paternalista que también se plantea en la película: hay una voz en off, en el guión, en que dice Claudio que lo que pasa en Suecia, este rechazo a los refugiados en la fortaleza de Europa, ¿es nuevo o estuvo siempre latente? Mi opinión es que siempre estuvo latente pero antes se manifestaba con esa condescendencia: te ayudamos, pero no queremos oír tu acento. Además de que los nuevos grupos de refugiados no han conseguido ser incorporados a la sociedad y, sobre todo, al mercado laboral, algo que crea segregación, aislamiento cultural, guetificación y, como respuesta de algunos sectores de la población, actitudes xenófobas.
—¿Sos un ex filósofo?
—Me aburre decir siempre lo mismo y que me pregunten siempre lo mismo. He dejado de pensar, estoy cansado de disecar una y otra vez los mismos argumentos. Mis amigos dicen que la filosofía me dejó a mí. Hay un problema con la filosofía y es que es muy indirecto el camino de transformación de la realidad. Una película y un libro tienen impactos más reales, aún más una película. Un libro de filosofía no lo leen ni tus amigos. Pero tampoco reniego de mi pasado de filósofo, simplemente lo dejé atrás.