Le estaba costando hacerse bien el nudo del corbatín después de haber acabado con la siempre ardua tarea de colocarse los “gemelos”, y antes de lustrarse los zapatos. La primera audiencia del juicio a Alfonso Capone merecía todos estos preparativos y más.
Ser integrante del equipo de la defensa tendría que tener en algún momento sus frutos, que esperaba que no fueran venenosos. Con solo 30 años, David, hijo de una familia judía de Williamsburg, Nueva York, abogado, de metro noventa, delgado y de anchas espaldas, lucía verdaderamente impactante en su traje negro cruzado y a medida.
No sabía aún cuál sería su rol en la escenografía montada a partir del juicio a Capone, aunque tenía claro que fuera cual fuera debería cumplirlo sin ambages. Este era un juicio y un cliente en el que no cabían los devaneos teóricos o líricos. Sin duda sería su bautismo de fuego.
Había estado muchas veces con el Don. La primera hacia unos diez años atrás, cuando Capone todavía no era Capone. Había afrontado un curioso incidente siendo dependiente de una tienda de coloniales a la que el ahora afamado gánster había entrado en busca de no recordaba qué. El Don iba acompañado de dos mastodontes, seguramente armados, que no se separaban de él más de un metro cada uno. Curiosamente uno era totalmente calvo, Ed, mientras que el otro, Sal, más joven, lucía una frondosa y enrulada cabellera de color rojizo.
En un momento dado, comenzaron a escucharse dentro de la tienda gritos y alaridos, lo que provocó la alerta de la custodia del Don y del propio Capone. Los dos lugartenientes se llevaron sus manos a la cintura en busca de sus pistolas. Allí, un pequeño pero peludo murciélago que se había introducido por un conducto del aire revoloteaba sin cesar y sin detenerse. Iba y venía en vuelos rasantes entre los clientes de la tienda, incluido Capone, que astuta y lentamente comenzaba a acercarse a la puerta con la intención de salir de allí ante la presencia del alado intruso.
Por su parte, David, comenzó a pensar en cómo librarse del murciélago rápidamente y sin causar daño o molestia a la clientela. Por lo que instintivamente trató de acercarse al Don en una actitud protectora. Entonces, el murciélago quedó atrapado en la maraña de cabellos de Sal, que atinó solamente a cubrirse los ojos. En ese segundo fatídico, y aprovechando la proximidad de Sal a la puerta de salida entreabierta, David empujó por la espalda a Sal, que salió proyectado hacia el exterior, y David pudo cerrar la puerta de la tienda. El murciélago, con Sal incluido, ya no era un problema.
El Don salió rápidamente de su asombro con una risa sostenida que resonó en toda la tienda y motivó que los otros clientes la imitaran. Y luego se encaró a David con el ceño fruncido. El chico esperó lo peor, pero ocurrió otra cosa. Capone alabó de él dos cosas: su resolución inteligente del problema y su decisión instantánea para llevarla a cabo.
Como en una mano ganadora de póker, Capone pagó la universidad de David y no volvió a verlo hasta el día en que este obtuvo la licencia para ejercer como abogado en Chicago. En esa oportunidad le dijo: “Quizás alguna vez requiera tu ayuda”.
El momento llegó, y la ayuda también. David había ido casi todos los días, como uno de los defensores de Capone, a visitarlo al lugar de detención, pese a las dificultades que ponían quienes lo custodiaban. David siempre había trabajado en los negocios limpios de Capone, así que era uno de los pocos abogados impolutos de los que el gánster podía valerse.
Las sensaciones de David eran muchas y variadas. Para el abogado penalista el peor cliente es el cliente inocente. Si un cliente inocente resulta declarado no culpable es algo lógico, pues era inocente y siempre lo fue. Pero si es declarado culpable lo será por impericia o algo peor de su abogado defensor. Afortunadamente, para David este no era el caso.
En su maletín llevaba las notas que había elaborado para el juicio, junto con una petaca del mejor bourbon que había podido conseguir, sus pipas, su tabaco y un pequeño frasco de perfume. David creía que el aspecto, el buen léxico y el porte del abogado tenían que ver con su eficiencia, o al menos con la imagen de eficiencia que debía mostrarse.
El encuentro con Capone en su celda, la del alcaide del Tribunal, fue un tanto incómodo. Primero no respondió a su saludo, y luego no le dio ninguna importancia a las recomendaciones del abogado. Desde hacía diez años tenía la misma sensación respecto de Capone, al que consideraba un demonio bueno, un Lucifer, el ángel caído. Su estrategia para sí mismo no iba a ser distinta a la que adoptaría de cara al Tribunal, o a los periodistas, o a la sociedad: presentar a un sociópata casi como una víctima, un individuo al que el sistema había obligado a corromperse y a corromper. Como los asesinatos, las extorsiones y los asaltos no formaban parte de la acusación, y eran solo cuestiones menores que adornaban la macabra fama del acusado, estas no integraban el pliego que los abogados defensores debían refutar. Este hijo de una familia de inmigrantes italianos de Brooklyn controló sin piedad el mercado ilegal de alcohol durante los años de la ley seca. Y era un alivio que lo que aquí se dilucidaba fuera un caso menor de evasión fiscal.
David reparó en que había olvidado algo en el pequeño piso que habitaba, distante unos 25 bloques del Tribunal. Su jefe, mejor dicho, su cliente, le había pedido que le llevara a la cárcel un fijador para el ralo cabello que aún le quedaba, una gelatina azul que David había adquirido el día anterior en una de las barberías de Chicago a las que solía asistir el mafioso. Ya era tarde para volver, y lo único que le quedaba era que Capone olvidara el encargo. Y así ocurrió. Lo primero que vio David al ingresar en la celda fue un frasco gigante lleno de esa gelatina azul, en el cual Capone introducía sus dedos índice y corazón de su mano derecha y los llevaba a su cabellera húmeda, alisándola con aquella sustancia gelatinosa.
Minutos después, irrumpieron en la celda el abogado jefe, Nick Tola, y su auxiliar, de nombre Max. Comenzaba la reunión de la defensa y el defendido de cara al juicio. Capone solo dijo: “David, estoy en tus manos. Di y haz lo que se te ocurra. Estoy seguro de que será lo correcto”. Entonces, Capone y los otros dos letrados comenzaron a reír desaforadamente. David, solo sonrió, como sonríe quien desconoce todos los detalles, pero los puede imaginar.
Lo que sigue, mitad historia mitad leyenda, puede interpretarse como uno quiera. El episodio del cambio de jurado en el juicio a Capone demostró lo deleznable de un sistema de enjuiciamiento perverso e irracional, y por ende vulnerable, reflejo de una sociedad con esas mismas características.
David lo sabía. Fuera como fuera la cosa, estaba predestinada a terminar muy mal, con el jurado que fuera. Los gritos, insultos y amenazas de Capone a su propio abogado, Nick Tola, se adueñaron de la sala cuando este quiso cambiar su petición de inocencia a culpabilidad. David una vez más acertó en su reflexión: No hay mejor cliente que aquel que sin duda es culpable.