Según La Capital del pasado 5 de febrero, el promedio de muertes diarias en nuestro país por
accidentes de tránsito es de veinte personas, cosa que califico de trauma alarmante debido a la
locura al volante y que provoca la muerte de más de 7.500 víctimas al año. Esto sin tener en cuenta
la proliferación de discapacitados que milagrosamente salvan sus vidas, quedando a veces con
severas secuelas tanto físicas como psíquicas. La locura al volante constituye una pesada carga
económica, no sólo para las arcas del país, sino también para compañías de seguros y usuarios. Las
causas de esta locura nacen por la más absoluta falta de conciencia de los automovilistas,
necesidad urgente para que entre la reflexión en sus cerebros. Después, falta de cultura personal y
educación vial, temas que agrupan la convivencia en la vía pública y la ilustración de reglas y
símbolos que regulan el funcionamiento del tránsito vehicular. Pero si estos principios no están
regulados por una conducta normal, de nada vale lo dicho. He aquí el problema; el ser humano nace
según el medio de vida a que pertenece y su desarrollo no se hace automáticamente. En principio se
necesita un aprendizaje de conducta de adaptación o de autocontrol. No ser como los psicópatas que
desestiman al prójimo, actuando de forma egoísta para obtener de inmediato su propia satisfacción y
olvidando las consecuencias de su conducta, actitud que prima en el género humano con más elevada
proporción entre los alcohólicos. El alcohol hace que las respuestas y maniobras en la eventualidad
de la ruta o calle sean torpes y lentas. La ebriedad da una falsa sensación de seguridad y es la
droga primordial que provoca la locura al volante, cuyas alteraciones comienzan a aparecer cuando
la concentración de alcohol en la sangre sobrepasa de 0,15g. En nuestro país hay una multiplicidad
legislativa con diferentes contenidos, pero desgraciadamente falta fuerza política para que las
acciones y controles de seguridad vial sean efectivos.
Roberto Linares, LE. 2.303.332
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