Ver una película de Godard seis décadas después de su estreno es una caricia para los sentidos. Jean-Luc Godard fue uno de los referentes de la nouvelle vague francesa en los 60, junto a apellidos ilustres como Truffaut, Chabrol y Rohmer, y no hay dudas que aquella apuesta disruptiva fue una marca indeleble en la cinematografía mundial. Tanto que hoy al apreciar esta versión restaurada en impecable blanco y negro -y apenas estrenada en una sola sala de Rosario- sigue con el nivel intacto de aquella obra de arte. Godard no solo apostó a un montaje especial para “una película en 12 cuadros”, sino que utiliza un texto de apertura, como el de Montaigne (“Prestarse a los otros y entregarse sólo a sí mismo”) y sabe perfectamente que para contar una historia diferente tiene que arriesgar a narrar de un modo anticonvencional. Por eso se anima desde el vamos a interrumpir la música de Michel Legrand para que el perfil de Anna Karina lo diga todo con el silencio o que el diálogo de la protagonista y su novio en el arranque del filme sea de espaldas a la cámara. “La vida es teatro”, dice Paul, su novio. Y es un mensaje encriptado. Casi un señuelo que Godard le da al espectador para que se vaya preparando para lo que viene. Y lo que viene no es tan liviano. Anna es una joven que necesita sobrevivir. Decide vivir de la actuación pero no puede pagar ni el alquiler de una pensión. Hasta que se da cuenta que con la prostitución conseguir dinero deja de ser un problema. Godard no se queda en el cuentito básico de “Sky Rojo” de Netflix o las sagas remanidas de chicas que eligen el sexo pago para escapar de la pobreza. Pinta un paisaje de época en la Europa de los 60, y habla de la cosificación de la mujer antes que nadie, pero también se mete con la filosofía, con Juana de Arco quemada en la hoguera, con Platón y con la obra poética de Edgar Allan Poe. Son capas de sentido que van explotando al tiempo que Nana, la protagonista, lanza “yo ya soy otra” y “la vida es cruel”. Pasaron 60 años y Godard sigue dando cátedra de cine.