En un contexto de caída de los precios internacionales, la paridad del tipo de cambio profundizó la pérdida de la competitividad. Con menos dólares provenientes del comercio exterior, el gobierno de Fernando de la Rúa asumió con la mochila del endeudamiento. El presupuesto del año 2000 preveía destinar el 20% de los recursos al pago de la deuda externa.
Las recetas del Fondo
Por eso, a sólo un año de asumir y luego de obstruir cualquier intento de reactivación a través de un temprano aumento de impuestos, el entonces ministro de Economía, José Luis Machinea, terminó firmando un año después de su asunción una carta de intención con el Fondo Monetario Internacional (FMI), que ofrecía un ajuste a cambio del blindaje financiero: un préstamo por u$s 40.000 millones para “blindar” la economía, acechada por la crisis externa, agudizada por la devaluación de Brasil.
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Reforma previsional a la baja, (proponía eliminar la Prestación Básica Universal) y desregulación del mercado de salud, achicamiento del Pami y Ansés, y recorte del gasto público, figuraban en el menú del Palacio. En la calle, la protesta se expandía con puebladas en distintas provincias, piquetes, movilizaciones y paros.
El blindaje llegó “para darle oxígeno a un modelo que ya estaba acabado y que, por lo tanto, se comió ese crédito”, rememoró José Ignacio De Mendiguren, por entonces presidente de la Unión industrial Argentina (UIA) y, luego del estallido, ministro de Producción durante la gestión de Eduardo Duhalde. Entre fines de 1998 y principios de 1999, Brasil entró en un proceso devaluatorio. “La convertibilidad ya no tenía ninguna posibilidad de rescatarse, Argentina esquivaba encarar ese problema y, antes que reconocerlo, prefirió dejar que circularan en el país 18 monedas y que se siguieran fugando capitales del sistema financiero”, agregó.
El segundo año de gestión de De la Rúa comenzó con fuertes tensiones económicas y también políticas, que arrastraba desde octubre de 2000, cuando renunció el vicepresidente Carlos Chacho Alvarez, líder del Frepaso. La defección derivó, precisamente, de un intento de profundizar el ajuste: el escándalo que desató la denuncia de sobornos para aprobar en el Congreso la reforma laboral. La llamada ley Banelco.
En el frente interno, la relación con los gobernadores, incómodos sostenedores de ese proceso de agonía, comenzaba a resquebrajarse. Las cuentas provinciales crujían con cada nuevo acuerdo federal que firmaban, a esa altura, casi mensualmente. Esos acuerdos generalmente acompañaban una promesa de ajuste al FMI.
Es que en el plano externo, la alianza con los organismos de crédito y el Tesoro de EEUU también estallaba. Los desembolsos se demoraban y eran periódicamente disputados en el marco de una discusión viciosa entre pedidos de ajuste que profundizaban la recesión y, en consecuencia, el déficit.
El cambio en el gobierno de Estados Unidos trajo bajo el brazo una línea más dura de política económica en relación a Wall Street. La doctrina O’ Neill / Krueger, que rechazaba que “los carpinteros y plomeros estadounidenses” pagaran la irresponsabilidad crediticia de los bancos internacionales y los fondos de inversión asomaba en el horizonte.
“Dicha política puede sintetizarse en un primer punto esencial: no más rescates masivos que terminan salvando los créditos de los prestamistas que cobran intereses altísimos”, describió Horacio Zamboni en un artículo publicado en La Capital. La Argentina, escribió, era el conejito de indias dentro de un enfrentamiento en el centro del sistema capitalista globalizado.
“El capital industrial superconcentrado y políticamente de ultraderecha que representa el secretario del Tesoro, Paul O´Neill, se había decidido a implementar una política frente a la burbuja de las finanzas globalizadas radicalmente distinta a la dominante en la etapa de Michel Camdesus y Stanley Fischer”, subrayó.
Tras una semana feroz en el mercado cambiario y financiero, Machinea renunció al Ministerio de Economía. Fue reemplazado por Ricardo López Murphy, que vio la oportunidad de pasar a la historia con un plan de ajuste salvaje que desató una rebelión en amplios sectores sociales. Duró quince días.
Contra las cuerdas, el gobierno de la Alianza llamó al padre de la criatura, con la esperanza de que la desactivara. El 19 de marzo Domingo Cavallo volvió al Palacio de Hacienda. “No puede ser más necia la actitud de una dirigencia política que termina convocando a quien causó el problema, para resolverlo”, analiza Enrique Martínez, titular del Instituto para la Producción Popular. En aquel tiempo había sido designado como secretario Pyme y de Empleo, a instancias del Frepaso. Todavía recuerda con asombro haber visto a funcionarios del gabinete de López Murphy al borde la lágrima por los movimientos financieros en Wall Street.
Hasta ahí llegaba la emoción. Ministro más o menos, el núcleo duro del gobierno corría con anteojeras. “La decisión que tomó Cavallo de aplicar el corralito fue la más loca de una serie de medidas absolutamente insólitas”, recordó Martínez.
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Al tiempo que intentó gradualmente flexibilizar el corset cambiario, introduciendo el euro en la canasta de divisas que tendría como referencia el peso, el superministro exploró sus contactos internacionales para financiar un ajuste más gradual que el que ensayó su antecesor. En aquellos meses frenéticos, creó el impuesto al cheque, reformó el IVA y quiso avanzar sobre el sistema previsional y empresas públicas, entre otras medidas.
Logró liberar algunos desembolsos del blindaje y avanzó en mayo de 2001 con el megacanje de deuda pública. Una operación financiera que buscaba postergar los vencimientos por tres años a cambio de un fuerte aumento anual de los intereses.
El crecimiento de la deuda
Blindaje y megacanje causaron un aumento del endeudamiento externo. Antes de esta operación hacia finales de 2000, la deuda externa ascendía a los u$s 80.000 millones de dólares, luego aumentaría hasta los u$s 88.000 millones de dólares y terminaría el ciclo por encima de los u$s 100.000 millones.
La crisis de la deuda impuso su dinámica sobre cualquier intento de rescate. La buena llegada del ex ministro con la mayoría de los gobernadores comenzó a agrietarse. La dinámica de ajuste sobre ajuste exploraba sus límites y los territorios ardían. Hasta el santafesino Carlos Reutemann advirtió que peligraba el pago a los estatales.
Y el FMI pedía cada vez más recortes. En julio, el ex ministro buscó complacerlo con una medida que atizó el fuego. Anunció un recorte del 13% en los haberes de jubilados y sueldos de estatales, acompañado por la entonces colega de gabinete, Patricia Bullrich.
Se disparó la movilización popular. La CGT convocó a la huelga general del 19 de julio y las organizaciones sociales convocaron al piquetazo del 31 de julio, con 50 cortes en distintas rutas de todo el país. “Cavallo hizo todo tipo de ensayos; salió con una ley de déficit cero y con esa locura de recortar sueldos y jubilaciones para pagarle a los acreedores, era romper el contrato social en Argentina y no dio resultado”, recuerda De Mendiguren.
El Fondo volvió a pisar los desembolsos y el fantasma del default empezó a recorrer la city. En noviembre quedó claro que el canje de deuda era un fracaso. Cavallo presionó a los bancos argentinos para que se sumen y De la Rúa reclamó ayuda a Wall Street, que no creía en lágrimas. El riesgo país se disparó a 3.000 puntos a mitad de ese mes.
Corralito y piquetes
Acosado por la falta de divisas, Cavallo anunció el 30 de noviembre el corralito y la restricción para retirar depósitos por 90 días. Un nuevo actor social, el ahorrista cacerolero, se sumó a las protestas que hasta entonces encabezaban los piqueteros.
El protagonismo de las organizaciones sociales fue un sello de la época. Y también después, cuando el 2001 empezó a estar “muy presente” en cada una de las decisiones de gobierno. Es que para Eduardo Delmonte, titular de la Corriente Clasista Combativa (CCC) en Rosario, “la experiencia del argentinazo es imborrable en la memoria popular, porque después de 1810, fue la primera vez que el pueblo en la calle logró de alguna manera echar un gobierno”.
Distintas formas de organización, que luego se institucionalizarían, emergieron en aquel momento. Es el caso de las empresas recuperadas por sus trabajadores. “Descubrimos, no desde la academia sino desde la práctica, que eran nuevas formas de organización y de lucha de los trabajadores en esta etapa del capitalismo”, recordó José Abelli, primer presidente de ese movimiento.
No se menciona lo suficiente pero el desempleo, hijo de la desindustrialización, fue el gran actor de aquel drama.
Para Abelli, una “enseñanza profunda” que dejó el 2001, es que “hoy en cualquier lugar de Argentina o de América latina donde cierra una fábrica los trabajadores pueden decidir armar una cooperativa”, afirmó.
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Diciembre se llena de cacerolazos y movilizaciones. Para el 13 de ese mes se convoca a la séptima huelga general contra el gobierno. En provincias como Neuquén, se producen choques entre manifestantes y policías.
La tensión social se materializa, primero, con reclamos insistentes en las provincias por bolsones de comida y supermercados que abren sólo con custodia policial. Finalmente saqueos y represión, que dejó 38 muertos, nueve en Santa Fe.
El 19 de diciembre, Cavallo renunció y el gobierno declaró el estado de sitio.
El 20 de diciembre, De la Rúa se retiró en helicóptero de la casa Rosada.
La crisis fue un Big Bang del que nació una década totalmente distinta. Vinieron los cinco presidentes en pocos días, incluido el breve período de Adolfo Rodríguez Saá en el que se “oficializó” el default (“un fundamento de la recuperación económica que vendría después”, ponderó Enrique Martínez).
La pesificación
Con Eduardo Duhalde llegó el corralón, la devaluación, la pesificación asimétrica, las presiones cruzadas sobre la política económica y la designación de Roberto Lavagna, el padre de la posconvertibilidad, como ministro de Economía. También las muertes de Kostecki y Santillán y la elección que dejó a Néstor Kirchner como presidente.
La posconvertilidad proveyó una larga década de crecimiento, creación de empleo, inclusión social, distribución de la riqueza y desendeudamiento. Una nueva generación de militantes partidarios, sociales y sindicales impulsó cambios en el campo político.
Como asustada de su propia faena, la sociedad comenzó a abrirse al debate sobre los límites del nuevo ciclo. La reaparición de la famosa restricción externa, la inflación y la desaceleración del crecimiento le dieron calce.
Hasta que en 2015 una mayoría electoral ajustada abrió las puertas de un gobierno que, en su búsqueda de volver a la Argentina previa al 2001, provocó la mayor crisis desde aquel entonces. Otro gran conflicto, el de la 125, había empoderado a la base social de una nueva derecha que se consideró “liberada” de su responsabilidad en la crisis de principios de siglo y fue por la revancha.
En ese laberinto histórico, la lucha de piquetes y cacerolas, que alguna vez se pretendieron como una sola, volvió a sus cauces. Los caceroleros de ayer piden hoy la eutanasia del planero. Y, a pesar de la experiencia más reciente, sustentan sueños de distinto tipo. Uno de ellos, el regreso al gobierno del mismo espacio político que hace veinte años se puso el país de sombrero.