Los cambios ministeriales son siempre una manifestación de un malestar latente, pero también una ventana de oportunidad para beneficiar a unos y ensombrecer a otros a la espera de un futuro promisorio. En el maremágnum contemporáneo que transita el gobierno de Alberto Fernández, la crisis económica y el entuerto político del peronismo derivó en las últimas semanas en una gran transformación ministerial, reformulando el número y funciones de las diferentes carteras, pero también desplazando, enrocando y entronizando a nuevas figuras. Sin embargo, aunque las barajas se mezclen y den de nuevo —esperando que toque una mano con suerte— el juego sigue siendo el mismo de las últimas cinco décadas: cómo evitar la crisis económica, la inflación, la fuga de dólares y el deterioro de la gobernabilidad que esta difícil combinación de factores trae aparejado.
En la década de los noventa, cuando la crisis hiperinflacionaria galopaba por la Argentina, un ignoto caudillo riojano encerró el indómito problema en el corral de la convertibilidad —sin quitarle la rabia al animal— ganándose el mote en la opinión pública y académica de “piloto de tormenta”. Algunas décadas más tarde, cuando la historia económica se repite, y con el animal de la inflación sin bozal —y muchas veces pronto a desbocarse— los sucesivos gobiernos post convertibilidad han tratado de conjugar —al menos— crecimiento con inflación.
Los años del boom de las comoditties (entre 2000 y 2014) mostraron a la política argentina que uno de los engranajes vitales del crecimiento —más allá de la exportación de soja— era comprender la centralidad de la economía brasileña como principal socio comercial y locomotora de la región. Desde entonces, a pesar del histórico deseo argentino de querer ser europeos del primer mundo en Latinoamérica, la Argentina tuvo que aceptar su rol secundario, confinándose a “odiar tener que amar” a Brasil —mientras ellos “aman odiarnos” sin costo alguno.
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Sin embargo, la crisis internacional y la hecatombe brasileña tras el juicio político a Dilma Rousseff en el 2016 emplazó en el Palacio del Planalto dos años más tarde a Jair Bolsonaro, un verdadero exponente de la derecha radical a nivel mundial, capaz de conjugar la incorrección política, el populismo, el autoritarismo y el racismo en su máxima expresión, aceptando a regañadientes los lindes de la democracia.
Acostumbrados a la política de hermandad durante los gobiernos de la marea rosa (2002–2015), del liberalismo comercial entre Mauricio Macri y Michel Temer (2016–2019) o de una agenda compartida en temas de seguridad y contención a Venezuela entre el ex presidente de Boca Jr. y Bolsonaro, la llegada de Alberto Fernández y Cristina Fernández al gobierno argentino produjo un sismo en la relación bilateral con el Brasil de Bolsonaro.
Como señalan Gisela Pereyra Doval y Federico Merke, los primeros años del gobierno de los Fernández fueron —en términos bilaterales— los más distantes y fríos con Brasil desde la época de las dictaduras militares, ya que no hubo entendimiento sobre qué hacer con Venezuela, el rumbo del Mercosur, el posicionamiento respecto de la tensión China y Estados Unidos, entre otros temas centrales de la política exterior. Por ende, sin una locomotora regional funcionando, Argentina dejó de ser “cola de león” y —la pandemia y las (in)capacidades del gobierno argentino— lo confinaron a abandonar incluso la pretensión de ser “cabeza de ratón”, ya que su locomotora estaba herrumbrada en algún ramal cerrado.
Tras dos años de incorrección política del presidente brasileño, el gobierno de los Fernández abandonó recién en el 2020 la necedad ideológica para con Brasil —propia de un gobierno de porteños y progresistas puertas afuera— y se reconvirtió hacia el pragmatismo bilateral —propio de un gobierno con más necesidad de divisas que de divisiones. Para esa tarea, nada mejor que el mariscal de la derrota del kirchnerismo en el 2015, Daniel Scioli, un hombre leal y disciplinado, acostumbrado a seguir el rumbo de una tarea sin miramientos de los principios o valores en los que se asienta la decisión, más que a emprender el rumbo de una carrera con metas propias a pesar de su pasado de motonauta.
Asimismo, a medida que la administración Bolsonaro se morigeraba, volviéndose un ejemplo más del tradicional presidencialismo de coalición al abrazar a finales del 2020 y el 2021 una coalición con los partidos “fisiológicos o necesarios” para la gobernabilidad (clanes regionales, el Movimiento Democrático Brasileño y el Centrão), la relación bilateral con Argentina se fue entibiando, reposicionando una vez más a Brasil —y ya no más a China— como el principal socio comercial, y expandiendo el entendimiento al acordar modificaciones en el Arancel Externo Común o habilitar el ingreso de la merluza, la uva fresca y el trigo transgénico argentino en Brasil, entre otros logros de la gestión diplomática del ex vicepresidente (2003-2007) y ex gobernador de la provincia de Buenos Aires (2003–2015) Daniel Scioli.
Cuando en junio del 2022 la tensión dentro del gobierno argentino entre la vicepresidenta y el Ministro de Desarrollo Productivo se volvio irresoluble, tras la salida de Matias Kulfas de este espacio en el gabinete de Alberto Fernández —central en la discusión energética en pleno período invernal y la licitación del controversial gasoducto Nestor Kirchner en ciernes— su lugar fue ocupado por Daniel Scioli, un trotamundos de los múltiples peronismos. Sin embargo, el pulso de la crisis económica del gobierno de los Fernández —y la escasa intermediación entre Cristina y Alberto que Scioli debía aceitar— confinó al otrora hombre del jetset a permanecer solo 43 días en este ministerio.
En 1992, Bill Clinton ganó la presidencia frente a George H. W. Bush utilizando el slogan “la economía, estúpido” como estratagema para enfocar la agenda del debate en esa dirección y no hacia la política exterior donde —gracias a la Guerra del Golfo— Bush era imbatible. Empero, en la Argentina de los Fernández, hoy la ecuación parece estar invertida, porque frente a la necesidad de salir del laberinto de la crisis económica, la respuesta parece ser: “es la muñeca política, estúpido” y no el saber de una calculadora precisa. Inicialmente apelaron a Silvina Batakis, una estrategia mixta o de transición entre el saber experto y el pulso político. Pero, luego de 24 días en vilo y sin cambios efervescentes que desactivaran la presión económica, entronizaron como ministro catch-all, a quien fuera el responsable dentro del peronismo de su último fracaso —por desunirlo en el 2015— y su reciente éxito —al sumarse y unificarlo— en el 2019: Sergio Massa.
Este cambio de gabinete dinamitó las posibilidades de Scioli, puesto que su cartera ministerial fue absorbida por el nuevo superministro. Pero también se vislumbraban allí otros elementos de índole política, que se leen entre líneas en la conferencia de prensa del día 29 de julio en el Ministerio de Desarrollo Productivo, en la que el propio Massa presentó a Scioli, le dio una palmada en el hombro con una mueca de risa socarrona —propio del saludo de los vencedores a los vencidos— y abandonó el recinto confinando a Scioli a tener que explicar por qué lo desplazaban de su cargo y, a su vez, volvía a la embajada de Brasil.
En el trasfondo de esa situación se dirime —como siempre que se asoma un año electoral— el horizonte de posibilidad de una candidatura en la fórmula presidencial y/o la disputa por el liderazgo de la provincia de Buenos Aires. Sin embargo, aún o el Remes Lenicov de una crisis indómita; si Scioli podría ser una vez más ser el ladero, delfín o contendiente del liderazgo del peronismo; o inclusive si el tándem kirchnerista Cristina-Kicilloff puede ser abiertamente disputado y vencido por su pares peronistas.
Ahora bien, aunque las embajadas son, o un premio consuelo para quienes pasan por los ministerios, o bien un presente griego para alejar del territorio a quienes quieren hacer sombra política al gobierno de turno en un futuro inmediato, el regreso de Daniel Scioli a la Embajada de Brasil es una mixtura de ambos argumentos, pero también la necesidad de poner a un hombre cordial en los términos de Sergio Buarque de Holanda—una mixtura de amabilidad afable e impulsividad pragmática—para mantener el diálogo con Bolsonaro —o lo que queda de él en un año electoral en Brasil.
Envalentonado en una carrera sin cuartel contra el binomio Lula-Alckmin (que en Argentina sería el equivalente de una fórmula entre antagonistas de la década de 1990 como Menem y “Chacho” Álvarez), Jair Bolsonaro está volviendo al redil de la incorrección política, la discursividad temeraria y el poco amor por la institucionalidad democrática, lo cual pone en entredicho cualquier espacio de diálogo y en ciernes el paulatino crecimiento tras la pandemia y el control del incipiente “mal argentino” de la inflación que aqueja a Brasil con una estimación del 8 por ciento anual (que en Argentina equivale a lo que se mueven los precios en un mes).
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Lula Da Silva y Geraldo Alckmin, candidatos a la presidencia y vice de Brasil en 2022 contra Jair Bolsonaro.
Foto: Marcelo Chello / Agencia AP
Por ello, no resulta descabellado colocar nuevamente en la embajada argentina en Brasil a un “piloto de lagoas” como Daniel Scioli, capaz de hilvanar —sin empacho alguno— espacios de interlocución con la administración Bolsonaro y sus múltiples facetas de derecha radical, pero también resultar una cara amable para los opositores brasileños del PT y el PSDB que reconocen en Scioli al ladero de Néstor Kirchner —en Brasil visto como el exponente del peronismo del giro a la izquierda de inicios del siglo XXI— y un hombre de rápida llegada tanto a Alberto como a Cristina —lo cual es mucho pedir para un ejecutivo envuelto en tensiones centrífugas.
Pero aún restan muchos interrogantes por resolver, más allá de los que se encuentran atados al destino del propio gobierno argentino y el accionar de Massa, como por ejemplo si —una vez más— Brasil tendrá el músculo suficiente para convertirse en la locomotora regional y traccionar a Argentina hacia una recuperación o bien focalizará sus energías puertas adentro para solidificar una recuperación económica sin mucho crédito para una expansión de las políticas sociales como en las décadas del lulismo.
Claramente, este jardín de senderos que se bifurcan está atado al resultado de las elecciones brasileñas, porque es de esperar que Bolsonaro siga siendo un militar reticente y desconfiado de la Argentina que tiene sus miras en un nacionalismo endogámico y, en ese escenario, nada mejor que alguien —malo pero— conocido como Scioli; y en el caso de que gane Lula, el gobierno argentino seguramente volverá a pasar del diálogo a las relaciones carnales con Brasil, necesitando en ese caso un embajador de estirpe ideológica que no parece ser Scioli. Sin embargo, la Argentina no tiene el tiempo de la contemplación hasta octubre del 2022, por ello nada mejor que un piloto de lagoas hasta tanto la marea tome su rumbo en Brasil o el maremoto encuentre su cauce (o ebullición) en Argentina.
(*) Juan Bautista Lucca es cientista político, profesor de la Facultad de Ciencia Política y Relaciones Internacionales de la UNR, investigador del CONICET e integra el Centro de Estudios Comparados de la FCPolit …