Abenamar y María Teresa son los padres de Carla Alfaro, la adolescente que la
madrugada del 22 de mayo de 2005 viajaba en el auto conducido por Matías Capozucca que se estrelló
contra un árbol en Parque Norte. Aquella tragedia le costó la vida a Ursula Notz y a Nayib Abraham
mientras que Carla (que ese mismo día cumplió 16 años) quedó postrada en "estado de coma con
conciencia mínima". El lunes, el juez Héctor Núñez Cartelle condenó a Capozucca a 4 años de prisión
efectiva y a 10 de inhabilitación para manejar además de obligarlo a reparar a cada una de las
familias de las víctimas con 30 mil pesos. "Lo que él provocó en nuestra hija es irreversible y
creemos que la pena debe ser igual. No alcanza con la probation. Nosotros, de por vida y mientras
tengamos fuerzas, tendremos que cuidar a Carla. Pero él sigue en la calle haciendo lo que quiere y
si va preso saldrá libre en un par de años", dice Abenamar en relación a la condena mientras María
Teresa le toma la mano a su hija, que parece escuchar el diálogo desde su sillón de ruedas.
Desde aquella noche fatal de hace cuatro años, a los Alfaro les cambió "toda la
vida", o como dice María Teresa: "Se rompió todo lo que habíamos construido y se congelaron todos
los sueños que teníamos". A pesar de que ninguno expone sus lágrimas, en sus voces y miradas se
nota el dolor. Un dolor que, sin embargo, "no impide que nos levantemos cada día con fuerzas darle
a Carla la mejor calidad de vida que podemos".
Al carajo. "Yo pensaba en un futuro distinto, más tranquilo. Siempre decía que
cuando Carla tuviera 20 años iba a estar en la facultad y yo me iba a estar jubilando", recuerda
Abenamar. Pero todo se adelantó: "Me jubilé el mismo día del accidente. Caí en una depresión
enorme, se fue todo al carajo y no pude trabajar más", confiesa el hombre que era capataz de una
obra y que ahora, en la ardua división de tareas que demanda el cuidado de su hija, hace todos los
trámites judiciales, va a la farmacia, compra los alimentos y gestiona cada cosa que la chica
necesita. Pero también ayuda a María Teresa para cambiarla, higienizarla y darle de comer como si
fuera un recién nacido.
Ese cambio del que hablan los Alfaro también los obligó a mudarse: de un
departamento céntrico a una casa de barrio Belgrano donde la silla de Cares trasladada con
comodidad y sin la obligación de sortear escaleras o ascensores. "Aquí tenemos un patio en el que
ella puede tomar un poco de sol y en el verano ponemos una piletita para que haga sus ejercicios",
comenta la mamá. En ese mismo patio, Abenamar hizo una pequeña quinta que constituye su único cable
a tierra.
Después, mientras Abenamar habla, María Teresa muestra las fotos de Carla en
compañía de kinesiólogos y la fonoaudióloga que la atienden a diario. "Los mismos médicos nos piden
que le saquemos fotos para ir viendo en sus gestos la evolución que va teniendo", dice la mamá. Y
en realidad, son los ojos de Carla los que expresan esos tenues adelantos. "Los médicos dicen que
ve, que escucha, pero nadie sabe cuánto porque es imposible medir. Tiene alguna reacción pero todo
es muy lento", asegura María Teresa y Carla le responde con un guiño de ojos ante el flash del
fotógrafo.
Intento de arreglo. En estos cuatro años, una sola vez el padre de Matías
Capozucca se contactó con los Alfaro. Fue cuando el joven estuvo detenido. "«Mire dónde está mi
hijo», me dijo, e intentó arreglar con nosotros y sin abogados", recordó María Teresa. Ante eso, la
mujer le respondió: "Mire usted dónde está mi hija", y el hombre se quedó sin respuestas. "Fue la
única vez que nos llamó, después nunca más. Jamás preguntó si necesitábamos algo o cómo estaba
Carla, nada".
"Ya quisiera yo hacer la vida que hacen ellos", se lamenta Abenamar y recuerda
que todos los días, a las 6, se levanta para empezar el duro trajinar de atender a su hija.
"Vivimos el día a día, no se puede proyectar nada. Yo no sé si ella algún día saldrá del coma, y
mucho menos si ese día yo estaré. Por eso tenemos que darle la mejor calidad de vida hoy. Y para
eso tenemos que adivinar qué le pasa, qué siente, si está nerviosa, si durmió mal, si quiere
algo".
Al final de la charla, Abenamar y María Teresa vuelven a coincidir. "Jamás
pedimos nada. No somos pudientes, pero a nuestra hija no le falta nada. Todo lo que tiene lo hemos
ido comprando con esfuerzo, pero también con el dinero que depositó la compañía de seguros del auto
de Capozucca en el Tribunal y que nos van dando cuando presentamos las facturas de esos gastos. Es
burocrático, pero la compañía siempre estuvo presente y eso nos ayuda".
Antes de despedirse, Abenamar muestra el pequeño garaje de la casa. Hay una cama
ortopédica en la que Carla hace sus ejercicios de kinesiología. En las paredes, varias fotos
relatan la vida de la joven desde su nacimiento. En un rincón, un pequeño santuario desnuda la fe y
la esperanza del matrimonio. Y sobre un escritorio, una computadora apagada. "Así quedó desde el
momento del accidente. Sólo Carla la sabía manejar y sólo ella sabe lo que hay ahí adentro. Si
algún día se despierta, la máquina estará ahí", afirma Abenamar.