Era yerno de Juan de Garay, el vasco que acompañado de pobladores asunceños fundó en 1573 la ciudad de Santa Fe y años más tarde, en 1580, procedió a erigir "por segunda vez" la ciudad de Buenos Aires. En rigor de verdad, Garay fundó la Ciudad de la Trinidad en cercanías del lugar donde años antes Pedro de Mendoza había edificado un apostadero al que llamó Puerto de Santa María del Buen Ayre. Ese desdoblamiento en cuanto al origen poblacional de la que llegaría a ser capital primero del virreinato del Río de la Plata y luego del país, marcará su relación con el interior profundo.
Arturo Jauretche ya lo había afirmado en su genial obra de sociología práctica "El medio pelo en la sociedad argentina", y también lo hará José María Rosa en "Porteños ricos y trinitarios pobres": el núcleo poblacional de Buenos Aires (Ciudad de la Trinidad) compuesto fundamentalmente por criollos procedentes de Asunción y de Santa Fe, no obstante tener el honroso título de vecinos y por ello ser los únicos habilitados para integrar cabildo y ejercer el gobierno local en nombre del rey, sería paulatinamente sustituido por mercaderes advenedizos, generalmente de origen portugués vinculados al deshonroso y prohibido comercio de negros esclavos.
A los pocos años de su fundación, Buenos Aires, que dependía administrativamente de Asunción, vivía una situación especial. Los vecinos fundadores y sus descendientes tenían el control del cabildo, pero el movimiento mercantil comenzaba a seguir un rumbo diferente: estaba a cargo de habitantes que no eran vecinos que empezaban a marcar diferencias, sobre todo en cuanto a sus intereses y el modelo de sociedad a construir. Existía prohibición de ingresar por el puerto productos extranjeros de países que no fueran España o partes del imperio. Pero las leyes se violaban con la tolerancia de la población, necesitada de los elementos más básicos, y la complacencia o ineptitud de los escasos funcionarios reales.
Entonces el rey nombra por primera vez a un criollo gobernador con amplias facultades. Dice Rosa que "ahora el caudillo es gobernador por nombramiento regio. Tiene prerrogativas que le confiere el sello con las armas reales en el pliego recibido. Posee la Cédula de Permiso (1602) que supone será el remedio a la situación de la Santísima Trinidad, sin favorecer a portugueses de fe sospechosa y manera de vivir tan opuesta a la de los viejos pobladores, ni llenar el interior de Indias con esclavos de Guinea y géneros de Holanda".
En su lucha por fortalecer la producción de artesanías del interior y evitar el contrabando desde el puerto único de Buenos Aires, se enfrentó con las sucesivas cabezas de los contrabandistas, como Diego de Veiga, Bernardo Sánchez, Juan de Vergara; hábiles para sobornar funcionarios y con llegada hasta el mismo Consejo de Indias.
Pero esos contrabandistas ávidos de riqueza fácil eran parte de un todo más complejo. Rosa dice: "La modesta asociación porteña de introductores de esclavos y funcionarios reales corrompidos venía a ser un engranaje dentro de una poderosa entidad internacional que tenía el monopolio del tráfico negrero". Era, en cierto sentido, una multinacional cuyo único fin era el lucro, sin lealtades patrióticas y que no ahorraba recursos para medrar al margen de las leyes.
La popularidad de Hernandarias en el interior profundo contrastaba con el odio que le profesaban algunos porteños enriquecidos ilegalmente. Al punto que cuando iba desde Asunción, capital nominal de la gobernación, hasta el puerto, contaba con una escolta de jinetes santafesinos dispuestos a proteger su vida.
En las actas del Cabildo de Buenos Aires se conserva el testamento de quien supo ser líder de los contrabandistas, Juan de Vergara, dueño de una gran fortuna que contrastaba con la pobreza generalizada de una aldea de poco más de 1.500 habitantes.
La ciudad de Buenos Aires, que había sido fundada como puerto de salida para la producción local, terminará siendo todo lo contrario, la puerta de ingreso para las mercaderías extranjeras que generaban mano de obra calificada en Liverpool o Amberes, las cuales, con políticas librecambistas que apenas la gravaban con impuestos, destruirán sistemáticamente todo atisbo de industrialización interna.
Los huesos del gran criollo Hernandarias descansan, junto a los de su esposa Jerónima de Garay, en el viejo solar de la Iglesia de San Francisco, en Santa Fe la Vieja, Cayastá. Con acierto señala Ruth Tiscornia que "Buenos Aires, la populosa, la cosmopolita y olvidadiza, le debe mucho: catedral, cabildo, aduana, fuerte … Pero le debe más porque luchó para verla argentina, integrada, grande en un país grande, no presa de traficantes o mercachifles, sino genuina y arraigada en la nación".
Es posible concluir que aquél enfrentamiento entre dos modelos de sociedad, una con los ojos puestos en el estuario, es decir, en Europa, obsesionada con ganancia fácil y con mero afán de intermediación de productos; la otra, orgullosa de sus tradiciones y arraigada, no haya desaparecido y esté más vigente que nunca. Necesitamos un nuevo Hernandarias.