No falla, y más de madrugada, cuando las sombras juegan toda clase de trucos visuales. Primero parece que fue un guiño del espacio-tiempo, ese que desvela a Sheldon Cooper; después semeja una mancha flotante minúscula, hasta que la evidencia marca la certeza de estar siguiendo las evoluciones de una mosca. Y ahí empieza la odisea. Ni hablar de usar un aerosol insecticida, la casa se inunda en forma instantánea de un ambiente irrespirable. No alcanza con doblar el diario recién tirado por el canilla, hace mucho ruido y todo el mundo duerme. Una rejilla mojada sirve, pero sólo si es de algodón, las de fibra son muy livianas. Elegido el instrumento de exterminio viene la otra parte peliaguda: esperar que el insecto se pose en un lugar en el que, yendo de atrás, sea fácil acertarle (esto es un poco traicionero, una acción deshonrosa de una persona honesta, pero el asco se impone). El trapo toma vida propia, se alza y se abate con viva fuerza. Alguna vibración misteriosa alerta a la mosca que, una milésima de segundo antes, cambia de lugar. Falta que grite ¡Ooolee!