Suele afirmarse que la reforma de la Constitución Nacional que impulsó Juan Domingo Perón fue tributaria del llamado constitucionalismo social, en contraposición al individualista de cuño liberal, propio del siglo XIX. Sin embargo, la comparación no le hace justicia a la carta de 1949, ya que en la Argentina, además de la mirada "social" de los derechos individuales, hubo una expresa inspiración en un humanismo cristiano que concebía al sujeto como parte de una comunidad, pero al mismo tiempo como un ser trascendente, corporal y espiritual. Por eso el justicialismo no es un remedo de la socialdemocracia europea que a lo sumo lo único que propuso enmendar del liberalismo capitalista fueron cuotas de reparto de bienes materiales y acaso más que por convicciones caritativas por evitar un colapso del propio sistema.
El mentor de aquella reforma, de la cual se cumplen setenta años, fue Arturo Sampay, jurista que plasmó sus críticas al liberalismo en su obra "La crisis del Estado de derecho liberal — burgués", publicada en 1942.
Tres aspectos sobresalen de aquella reforma. El primero, consiste en que sin desconocer los derechos individuales plasmados un siglo antes, los limitó en su ejercicio con miras a custodiar el bien común. Así, podemos analizar dos derechos emblemáticos. El de la libertad individual se destacó en el artículo 15 pero con una sugestiva formulación al decir que "El Estado no reconoce libertad para atentar contra la libertad." En su análisis del concepto de libertad, Sampay aclaraba que la libertad del liberalismo no refería tanto al concepto clásico del término, inspirado en Grecia y Roma, sino que es la libertad del comerciante (el hombre arquetípico para dicha corriente filosófica) y se reduce a "la ausencia de obstáculos legales y de constricciones sociales que trabaran sus actividades exteriores."
Por su parte, el derecho a la propiedad privada siguió siendo reconocido, pero cuidando de agregar al mismo la idea de una "función social" que en los hechos actuara como límite evitando caer en abusos que habían llevado, en los hechos, a que algunos pocos gozaran de ese derecho mientras que muchos se veían privados de lo más esencial. La idea de un derecho a la propiedad privada respetuoso de una función social del capital operó rectificando los excesos de la mirada anterior sobre el mismo, pero al mismo tiempo no cayó en un colectivismo social (como lo fue el marxismo) que directamente negara su existencia como derecho individual.
El segundo aspecto es que a los derechos individuales con base en una concepción de persona aislada de sus relaciones comunitarias como son las familiares, laborales, etc., se le sumaban ahora aquellos derechos sociales que, precisamente, son tan humanos como los primeros, pero de los cuales la persona goza en tanto parte de una familia, de un sindicato, de una región o de un grupo social vulnerable, como los derechos de la ancianidad. Se incorporaban formalmente a la carta magna estamentos sociales que se ubicaban entre el individuo y el Estado, en los cuales el sujeto desarrollaba sus capacidades.
El tercer aspecto, hoy tan olvidado, está presente en todo el texto y es producto de una cosmovisión de la persona y la comunidad que pretendía ser equidistante tanto del individualismo liberal como del colectivismo marxista, Junto a los derechos individuales, aquella experiencia justicialista incorporaba los deberes para con la comunidad. En una posmodernidad marcada significativamente por una juventud que a veces parece sólo orientada a reivindicar derechos (algunos reales, otros imaginarios), la sola idea de que también existen obligaciones para con los demás ya es cuasi-revolucionario.
Como era de esperar, la reforma inspirada en el pensamiento de Sampay, pero también en las mismas ideas que Perón plasmó en su discurso conocido como "Comunidad Organizada", fue criticada por izquierda y por derecha. En relación con el liberalismo, Sampay entendía que había que disociar dos elementos que algunos consideraban consubstanciales, democracia y democracia liberal-burguesa, que es en todo caso una concreta formulación histórica de aquella. Al respecto reflexionaba diciendo que "El liberalismo-burgués, en la exacerbación de su individualismo, desatiende y aniquila el todo social, y con ello imposibilita el necesario presupuesto de realización de la democracia." En la otra vereda, el colectivismo soviético y de los países satélites de la URSS, al anular prácticamente todos los derechos de la persona subsumiéndolos en un todo (la clase proletaria), acabaría por caer, con los años, por su propio peso, dándole la razón a quien dijo, metafóricamente, que "la suma de ceros, da siempre cero".
Como caricatura cínica de aquella reforma de 1949, muchos de quienes invocan a Sampay, o a Perón, pero no los han leído, ni han estudiado el texto constitucional de aquellos años, se orientan a poner en boga una "ampliación de derechos" que presenta, al menos, dos grandes peligros: por un lado, si se la proyecta desde una antropología falsa, basada en una visión materialista e individualista del hombre, y por tanto reduccionista del mismo, pronto pretenderá elevar a categoría de derechos lo que en realidad constituye la negación de éstos. Piénsese por caso en quienes promueven un "derecho" al suicidio asistido reduciendo la vida humana a algo renunciable. Por otro lado, puede que en tren de ampliar derechos novedosos que muchas veces no son más que deseos subjetivos o caprichos personales o de grupo, se descuiden e incluso se nieguen los verdaderos derechos fundamentales de la persona, sin cuyo efectivo reconocimiento y tutela, todo intento por construir una comunidad auténticamente humana resulta ilusorio.
En síntesis, siguiendo las reflexiones de Arturo Sampay plasmadas en la Constitución Nacional de 1949, entendemos que elevar caprichos individuales a la noble categoría de derechos negando trascendencia al ser humano, desconociendo que el individuo también forma parte de una comunidad a la que está vinculada por obligaciones, no es un avance sino una vuelta a la mirada propia de fines del siglo XVIII.