La cocina está cálida, los hornos encendidos y la sala del comedor copada de chicos y chicas que hacen manualidades. Al igual que hace 20 años atrás también están ellas, las hermanas Graciela y Claudia Cappelano, trabajadoras del comedor de la Escuela Serrano del barrio Las Flores, que reciben a La Capital dispuestas a recordar quién era, cómo era y qué sucedió con su compañero Claudio “Pocho” Lepratti.
Diciembre obliga a pensar en la Navidad, por eso sobre las mesas se despliegan papeles de colores con los que cada nena y nene decora su pinito de cartón. Desde cierta distancia puede apreciarse una repisa con retratos que le dan identidad al comedor. Son las fotos de Pocho, “El Ángel de la Bicicleta”. La Capital le pregunta a una nena que llena su pino de bolitas:
Graciela y Claudia saben que a dos décadas del asesinato del querido militante social, el mejor homenaje que pueden hacerle es a través de la memoria. Ambas fueron testigos claves y quienes asistieron a Lepratti en aquella jornada donde la represión y los abusos de las fuerzas fueron los protagonistas. En la charla se disponen a un ejercicio que las lleva a recordar momentos dolorosos, de esos que dejan huellas personales y colectivas, pero están dispuestas a hacerlo para rescatar la belleza del paso de quien fuera su compañero de servicio en el comedor de la escuela de Caña de Ámbar 1635.
Las dos afirman al mismo tiempo que a pesar de haber transcurrido 20 años tienen presente ese día con vividez. Lo dicen bajando el tono de voz, con pesar, con la tristeza que escolta esos recuerdos, porque aquellos días de diciembre de 2001 Las Flores, como otros barrios populares de la ciudad, sintió el estallido del caos y el impacto de la violencia institucional. Si de hacer memoria se trata, hay que recordar que fueron jornadas donde las fuerzas de seguridad cometieron irregularidades de todo tipo, asentaron datos falsos en las actas, alteraron los escenarios de las muertes, armaron causas, amedrentaron a la población y encubrieron a los responsables de los siete asesinatos que tuvo que lamentar la ciudad.
Derecho a la oportunidad
Claudio llegaba a las 2 de la tarde pedaleando desde Ludueña. Era ayudante de cocina, así que pelaba papas, limpiaba las verduras y hacía todo lo que la cocinera le pedía. Graciela tiene una imagen grabada en su retina: “Después que terminaba de preparar la cena para los chicos de la noche se sentaba al lado de una pava gigantesca, la ponía en un rincón, se acomodaba al lado y se ponía a leer sus libros, porque él estudiaba mucho, era muy estudioso”, dice. Pocho tomaba mate amargo por horas, mientras estudiaba filosofía hasta que llegaba el momento de servir la cena.
A la hora de describirlo, Graciela lo define sencillamente como “un buen compañero y una buena persona”, y aclara que “era muy reservado”, por eso ella como muchos otros no sabían del trabajo que Pocho hacía en barrio Ludueña. “Yo siempre le decía: «Claudio, te venís pedaleando de allá, ¿por qué no te comprás una motito». Y después me enteré que donaba su sueldo entero para colaborar con la gente de Ludueña. Nos enteramos después que lo mataron, porque la gente del mismo barrio nos contó”, cuenta Graciela y cierra con una pregunta: “¿Que otra persona hace eso?”. Un pibe reservado, de perfil bajo, pero que siempre ofrecía una sonrisa a quien le preguntaba cómo estaba.
Las hermanas Cappelano lo recuerdan como un pibe abocado al servicio del otro, con una relación especial con los chicos y los adolescentes. “Los chicos lo adoraban”, afirma Graciela y destaca que Lepratti dedicaba mucho de su tiempo a aconsejarles y darles una mano: “Les decía que tenían que seguir estudiando para que sean algo, los incentivaba a hacer deporte, a que no se metan en problemas. Él demostraba mucho cariño hacia los chicos y ellos lo adoraban”.
“Pocho era un chico muy humano, dejó huellas porque todos lo querían en esta escuela y se lo extraña”, agrega Claudia y suma el recuerdo de aquellos consejos que Pocho dejó a los pibes y pibas del barrio como legado: “Les decía a los chicos que la escuela era lo único que podía sacar a los pibes de la pobreza, no por ser pobre no se puede estudiar, para todas las personas tiene que haber una oportunidad de salir adelante”.
La memoria necesaria
Ese 19 de diciembre de 2001 la policía tiraba con sus itakas al aire y sembraba el terror en las calles de Las Flores. El comedor se preparaba para darle de comer a los chicos, por eso todos sus asistentes estaban trabajando. Pocho subió al techo solo para pedir que no disparen, que ellos querían trabajar tranquilos y los pibes y las pibas tenían derecho a comer en paz.
“Nos costó llegar al comedor a trabajar por la cantidad de gases lacrimógenos que habían tirado en la calle y los tiros al aire, no sé cómo llegamos a la escuela. Cuando entramos, la cocinera nos dijo que Pocho estaba en el techo y que lo vayamos a buscar porque lo necesitaba. Y ahí ocurrió todo”, cuenta Claudia y prosigue: “Cuando estábamos bajando del techo hacia la cocina le digo a ella (a Graciela): «Me parece que Claudio llama, le pasa algo», y cuando volví a subir pude ver que estaba herido”. En ese momento, su hermana se asustó mucho y fue a buscar toallas y elementos para asistirlo. En la charla Graciela hace hincapié en el horror que sintió y en todos los porqué que le dejó ese día: “Siempre lo recuerdo —dice— mucho más cuando se acerca esta fecha, porque no me voy a olvidar nunca verlo desangrándose. Te quedan un montón de preguntas dando vueltas. Fue él, pero podríamos haber sido nosotras también. ¿Por qué lo hicieron, si acá en la calle no había ningún tumulto de gente ni ningún disturbio?”.
Las cocineras también rememoran el impacto que generó el hecho en el barrio y la colaboración inmediata de los vecinos para intentar salvar a Lepratti. “Cuando los vecinos se enteraron de que Pocho estaba herido en el techo se dispusieron a hacer un pasamanos para poder bajarlo. Le pidieron a la policía que llamaran a la ambulancia, ellos decían que no, así que lo llevamos nosotros al Sáenz Peña en el auto del esposo de una compañera”, agrega Claudia.
La actitud de los vecinos en un marco de terror es tan simple de entender como un acto de amor a quien reconocían como a uno de los suyos: “Pocho era de defender mucho a los chicos, a la gente, no le gustaba que la maltraten ni que les peguen”, afirma Graciela, y su hermana agrega: “Si Claudio se subió al techo fue para pedir que no repriman a la gente, porque no estaban haciendo nada malo, acá en el barrio la gente estaba tranquila”.
Las compañeras de Pocho siguen haciendo memoria y superponen los recuerdos de cada una en un relato que van tejiendo juntas. El pesar de ambas no se agota en el hecho criminal, porque Graciela y Claudia recuerdan que después de la violencia vivida, también tuvieron que hacerle frente al encubrimiento orquestado por la policía y al miedo y la indignación que ese abuso de poder generaba en ellas. “Ellos querían ponerte en la boca las palabras que ellos querían. Cuando llegamos a la comisaría decían que Pocho se había lastimado con un vidrio. «¡No, fuiste vos!», le dije en la cara al policía”, cuenta Graciela, y afirma: “Me costó mucho afrontar esa situación, sentía miedo por la seguridad de mi familia”.
La indignación y el deseo de hacer justicia se impusieron al miedo y las hermanas no dudaron en ofrecer sus testimonios en favor de la verdad. Un año después, la Comisión Investigadora no Gubernamental de los Hechos de Diciembre de 2001 entregó un informe contundente a la Justicia y a la Sede del Gobierno provincial, donde se detallaba y denunciaba un sinfín de irregularidades por parte de las fuerzas de seguridad.
El fuego que persiste
Después de 20 años, Claudia y Graciela concuerdan en la idea de que El Ángel de la Bicicleta dejó huellas. “Las Flores quedó marcada desde ese día, porque Pocho era un gran colaborador del barrio, todos lo conocían y lo querían”, afirma Graciela.
La comunidad educativa de la Escuela Serrano trabajó para que el recuerdo de Lepratti no se apague. Las bicicletas y las hormiguitas estampadas en todos sus muros gritan que Pocho está vivo en cada patio y en cada aula.
Curiosamente, el comedor de la Serrano parece estar siempre cálido aún cuando los hornos se apagan. La calidez propia de los buenos consejos y aquella que invita a sentarse a disfrutar de una buena lectura frente a la pava, sigue flotando en el aire de la sala. Hay un fuego que persiste y no se apaga, una llama que convoca y que contagia. Quizá porque los militantes sociales son como esos fuegos del que hablaba Eduardo Galeano, “esos que arden vida con tantas ganas que no se puede mirarlos sin parpadear, y quien se acerca, se enciende”.