En pocos días se cumplirá un nuevo aniversario de La Noche de los Lápices. Este episodio se erige como emblema del salvajismo del Estado dictatorial y su especial énfasis en disciplinar a la juventud organizada. El genocidio argentino impetrado en nuestro país durante la última dictadura eclesiástico-cívico-militar no pretendió solamente eliminar una fracción de la población sino, y fundamentalmente, se propuso transformar a la sociedad toda aniquilando a quienes encarnaban un modo de identidad social y eliminando la posibilidad de pensarse en forma colectiva.
Se trató de la destrucción de un grupo humano específico que se caracterizó por el tipo de prácticas que desarrollaba y ello sin dudas impactó en los hechos sucedidos en las décadas siguientes: concentración de la riqueza, inequidad social y entrega del patrimonio nacional. Las víctimas del genocidio argentino se caracterizaron directamente por su militancia, entendiendo el término en su sentido más amplio y fueron categorizados como el enemigo interno a exterminar por la propia normativa dictada por el Estado terrorista. Las organizaciones estudiantiles eran consideradas “prioridad 1” en el Plan del Ejército.
Este plan no sólo contenía el proyecto para dar el golpe sino que también contaba con una detallada definición y caracterización del grupo nacional que se proponían exterminar. Tal es así que en sus diversos anexos consta una rigurosa clasificación de las diferentes organizaciones político-militares, gremiales, religiosas y va de suyo estudiantiles, consideradas.
La juventud fue uno de los blancos más importantes de la represión junto con la clase trabajadora. Recordemos el elevado porcentaje de estudiantes dentro del total de personas desaparecidas que manejó la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (Conadep), del orden del 21%.
En el Anexo 3 del Plan del Ejército se especifica que uno de los sectores donde debía “actuarse con mayor intensidad” era el de: “Las organizaciones estudiantiles que actúan en el ámbito universitario y secundario, que responden a corrientes ideológicas orientadas hacia el socialismo y sirven en lo fundamental a intereses de la subversión”.
Relatos. Durante la labor que desarrollamos junto con Jesica Pellegrini en los juicios por delitos de lesa humanidad de nuestra jurisdicción, y en el Servicio de Orientación Jurídica que coordinamos en el Museo de la Memoria de Rosario, hemos escuchado decenas de relatos de sobrevivientes o familiares de militantes de agrupaciones estudiantiles que fueron diezmados, ferozmente torturados y sometidos a condiciones inhumanas de detención, todo en medio de la clandestinidad más oscura y de la impunidad más acuciante.
La Noche de los Lápices tuvo en nuestra ciudad su correlato. La dictadura secuestró a jóvenes militantes, nucleándolos fundamentalmente en el mayor centro clandestino de detención y exterminio de nuestra región: el Servicio de Informaciones de la Policía de Feced.
El genocidio argentino tuvo un claro sentido reorganizador, reconfigurador de los lazos sociales; tuvo como fin desarticular las prácticas que aquellos jóvenes encarnaban con su militancia.
La dictadura se propuso reorganizar la matriz cultural de nuestra sociedad, y en alguna medida lo logró. No en vano reaparecen prácticas genocidas heredadas del terrorismo de Estado, en su nueva versión, constituyendo los nuevos “enemigos sociales”, a quienes es posible privar de todos los derechos para garantizar la “seguridad”.
El desafío consiste en identificar estas prácticas para desmembrarlas y desarticularlas, exigir la reacción inmediata de los resortes estatales ante cada violación a los derechos humanos.
Nos parece necesario pensar nuestras prácticas, teniendo en cuenta la incidencia de aquellas que la dictadura intentó desarticular, cómo el genocidio reorganizó de alguna manera los lazos sociales e identitarios y cómo las prácticas sociales genocidas se inscriben en un nuevo modelo de sociedad que navega entre la inclusión y la exclusión.
Reconstruir nuestra memoria colectiva equivale no sólo a rearmar el rompecabezas de la represión ilegal, sino también a nutrirnos de aquel conocimiento para enfrentar los desafíos del presente. Esa es nuestra más valiosa herencia.
Según Rodolfo Walsh, nuestras clases dominantes han procurado siempre que los trabajadores no tengan historia, no tengan doctrina, no tengan héroes ni mártires, cada lucha debe empezar de nuevo, separada de las luchas anteriores, la experiencia colectiva se pierde, las lecciones se olvidan. De eso se trata, de derribar esos muros y seguir construyendo futuro. Esa es nuestra más valiosa herencia.
Mario Benedetti se pregunta: “¿Qué les queda a los jóvenes?” Y se responde magistralmente: “Sobre todo les queda hacer futuro a pesar de los ruines del pasado y los sabios granujas del presente”. Y así, Rosario será más parecida a nuestros sueños.