Por Pedro Squillaci
La escena final. “Cinema Paradiso”, un filme inolvidable.
Pocas veces se recuerda una película por una melodía. Siempre es primero la historia, los actores, con quién estábamos en pareja cuando la vimos, si la miraste o no con tus hijos, si te emocionaste o te reíste mucho o si, simplemente, la peli fue un bodrio importante y te acordás sólo por eso. Pero Ennio Morricone lo hizo. De la interminable lista de bandas de sonido hay dos que me dejaron una huella. Una es de los primeros 70, aunque Sergio Leone la estrenó en 1966. El título siempre lo tuve como "Lo bueno, lo malo y lo feo", quizá por otra pésima traducción de la época, pero en verdad es "El bueno, el malo y el feo". Fue un spaghetti western icónico, aunque me revoloteó esa música más allá del género. Es más, tengo el recuerdo de la melodía y me cuesta hilvanar de qué iba la historia. Me sobrevuela el protagónico de un joven Clint Eastwood y algún que otro duelo en paisajes áridos, con muchos tiros y nubes de tierra. Creo que la fui a ver con mi viejo en el Sol de Mayo y salimos los dos silbando ese tema, que después él sacó de oído para tocarlo en su armónica en el asadito de los domingos. La otra melodía inolvidable fue "Cinema Paradiso", pero acá pasa todo lo contrario, porque tengo la película en la cabeza. El amor por el cine, la sala que resistía en el pueblito italiano, el vínculo de amigos y casi de abuelo/nieto entre Alfredo y Totó y, claro, la escena final. Y aquí juega Morricone más que nunca. Porque ese momento en que Totó, ya grande, mira lagrimeando las imágenes de los besos prohibidos que Alfredo le guardó para cuando él ya no estuviese, no hubiesen calado tan hondo sin esa música. Hay melodías que son la banda de sonido de tu vida, se dice casi como frase hecha. Morricone, sin imaginarlo, se coló en la memoria emotiva de millones de vidas. Y las melodías siguen sonando.
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