La Argentina ha vuelto a ocupar durante estos últimos meses de conflicto entre
el campo y el gobierno el lugar que siempre se le asigna en el concierto internacional de naciones:
impredecible, autodestructible, poco cumplidora de las leyes y compromisos, irrespetuosa y
corrupta. La lista de calificaciones podría seguir casi hasta el infinito y sería la única manera
de poder explicar qué sucede en una Nación donde hay más vacas que personas y más alimento del
necesario para el consumo interno.
El habitual reconocimiento que se hace en el mundo entero de las cualidades
intelectuales de los profesionales argentinos no condice con la realidad de un país sumido
prácticamente en el caos. Siempre se dijo que los argentinos se destacaban más que otros porque la
alimentación en base a una dieta rica en carne vacuna es decisiva para el desarrollo intelectual.
Pero tal vez esta aserción sea una más entre las que nos han hecho famosos por nuestra
petulancia.
Para muestras, sólo hay que mirar hacia los países de la región. Chile,
decididamente más serio que la Argentina, mantiene desde la salida de la dictadura pinochetista una
conducta política y económica sustentable que la ha potenciado como la más confiable del Cono Sur.
Su principal recurso es el cobre y ha sido infinitamente menos beneficiada con riquezas naturales
que la Argentina. Pero la altura de la cordillera la ha salvado de los peores contagios criollos y
para suerte de los chilenos sus dirigentes son más confiables que los argentinos.
Uruguay no ha tenido esa especie de muro salvador y las cíclicas crisis
argentinas —como la del 2001— lo afectan bastante. Además, para "congraciarnos" con
nuestros vecinos a los que nos cansamos de llamar hermanos, le bloqueamos las rutas de ingreso a su
país y le ocasionamos pérdidas millonarias por polémicos ideales de pureza ambiental. Sin embargo,
Uruguay es refugio habitual de inversores y empresas argentinas que transfieren dinero para
protegerse de eventuales corridas u otro tipo de sobresaltos del sistema financiero nacional. Le
cortamos las rutas pero por vía electrónica le mandamos divisas. Paradojas de la vida que demuestra
que los argentinos confían más en los uruguayos que en sus propios compatriotas.
Brasil, el gigante latinoamericano con un presidente que fue obrero metalúrgico,
acapara junto a México la mayoría de las inversiones que viene a esta parte del planeta. Su
economía y política exterior son estables y acaba de ser reconocida por las calificadoras de riesgo
en el selecto rubro de los "investment grade", es decir, con bajo riesgo de incumplimiento de sus
obligaciones de pago internacionales. Por eso, cuando Brasil emite bonos o pide otro tipo de
préstamos en el mercado de capitales paga una tasa de interés del 5 por ciento anual. La Argentina,
en cambio, debió pagar hace poco un 13 por ciento anual a Venezuela, el único país que quiso
quedarse con bonos argentinos.
Hasta en Paraguay, un vecino conocido mundialmente por su corrupción estructural
en los sectores público y privado y con gobiernos del mismo signo político durante seis décadas,
soplan vientos de cambios. Un obispo católico que colgó la sotana en un armario para dedicarse a
cosas más terrenales asumirá la presidencia en agosto. Todo el país confía en que llegó la hora del
desbande de los políticos colorados que fueron siempre funcionales al enriquecimiento de una
selecta clase social en un marco de pobreza y marginación de la mayoría.
Pero la Argentina va camino a estrellarse otra vez —en realidad lo hace
década por medio— si no hay un sinceramiento en lo que parece ser una lucha con pocas
soluciones a la vista pese a las treguas temporarias.
La mesa de enlace de las cuatro entidades del agro representa, en una extraña
asociación de intereses, desde un pequeño productor hasta un latifundista. En el pasado han estado
ideológicamente en lugares distintos pero ahora el bolsillo ha hecho milagros y han adoptado un
discurso común. Y tal vez tengan razón en ponerle límites a la voracidad fiscal porque no es lo
mismo quien trabaja unas pocas hectáreas de tierra para vivir dignamente que quien las alquila o
quien posee enormes extensiones de suelo de un valor inmobiliario varias veces millonario.
Las naciones que más han avanzado en el mundo son las que sus habitantes tienen
un alto grado de cumplimiento a la hora de pagar impuestos, una cultura inexistente en este país.
Claro que ese dinero vuelve en la construcción de rutas, escuelas y hospitales. Pero aquí, pese a
la abundancia de las cosechas de los últimos años y de los altos índices de recaudación, no hay una
sensación generalizada de un correcto uso de la renta que genera la gente que trabaja en el campo,
en la industria o en los servicios.
El gobierno se ufana de haber logrado bajar los índices de pobreza y
desocupación —todavía exasperantemente altos— pero mientras tanto proyecta un tren bala
que no se sabe si costará mil, dos mil o tres mil millones de dólares. Seguramente nunca se sabrá y
si se concreta sólo servirá para que la velocidad impida a los pasajeros observar por las
ventanillas cómo mucha gente todavía busca comida en los contenedores de basura. Sólo basta
recorrer el centro de Rosario para verificarlo, en un fenómeno que viene peligrosamente en
crecimiento. ¿En qué se utilizan los millones de pesos de excedentes de los ingresos fiscales? ¿En
pagar a piqueteros oficialistas o en planes sociales de vivienda y empleo para erradicar la
vergüenza argentina que son las villas miseria que, por costumbre, ya no sorprenden y forman parte
del paisaje habitual?
El campo también debe admitir algunas verdades que todos conocen: muchos de sus
trabajadores son pagados con sueldos miserables en comparación a la renta que producen, hay
operaciones en negro para evitar al fisco y nunca se han beneficiado tanto como en los últimos años
debido a los altos precios internacionales de los granos. Sus excedentes se ven en el boom de la
construcción, en la venta de vehículos y maquinarias, en el comercio y en la industria. Es, como
dicen, un bienvenido círculo virtuoso de la economía, pero no por ello debe ser irracional o
maniqueo y por eso es preciso que se encuentre una justa medida en base al sentido común y a la
equidad distributiva.
En la Argentina la renta financiera no está gravada, los jueces —imposible
de justificar— no pagan impuestos a las ganancias como el resto de la población y la evasión
impositiva es enorme en muchos sectores. Por eso la gente está obligada a pagar un alto 21 por
ciento de IVA cada vez que compra con factura —algo cada vez más en desuso— y los
productores agropecuarios tienen fuertes tasas de retenciones. Es cierto que un grupo de no más de
siete multinacionales exportadoras, que han hecho grandes inversiones, obtienen buenas ganancias
por intervenir en el comercio de granos. ¿Por qué no se lo nacionaliza, como en algunos países
desarrollados? Porque de inmediato comenzaría la corrupción, el acomodo y la desidia, que harían el
remedio peor que la enfermedad. Es un mal argentino, ya incurable, el aprovecharse de los recursos
del Estado en beneficio propio.
El gobierno debería tener una mirada introspectiva y darse cuenta de que la
sociedad está harta y angustiada por este conflicto. Una lectura equivocada de la situación,
cimentada en una posición arrogante que prolongue irresponsablemente esta sensación de fragilidad
institucional, puede llevar al país otra vez al infierno. Y cada vez es más difícil resurgir de las
cenizas.
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