Faltan cinco para las siete y muchxs docentes ya tienen cargados sus termos como parte de una nueva ritualidad que puede incluir, a su vez, algún que otro disimulado hidrato detrás del monitor de la compu para aminorar compases de espera entre clase y clase de las distintas plataformas que harán de puentes entre hogares, estudiantes, docentes y escuelas. Mucho se viene hablando acerca de estas nuevas formas de habitar los tiempos sin tiempos, al igual que de los modos de afectación de estos inéditos modos de pensar, actuar y sentir que amplifican pantallas y redistribuyen espacios. Así buscamos, como aquel cuento, que algún espejo confirme hasta último momento qué imagen devuelve de nosotros, en esos breves —pero intensos— segundos antes de dar finalmente click al botón de “Unirse a esta llamada” o “Transmitir en vivo” para estas nuevas galaxias pedagógicas sin red de emergencia que corren.
Sin embargo, en ese impetuoso instante en donde pareciera que hasta el sentido de la vida cobrara forma de cuestionamiento, respiramos profundamente, nos encomendamos —cualquiera sea el Dios que uno elija— y rogamos para que todo funcione más o menos correctamente. Se sube el telón, se enciende la cámara, y, en ese contexto, eso extraño pero con aroma conocido nuevamente sucede: a fantasmas y miedos, frustraciones y saturaciones acumuladas a lo largo de nuestra fatigosa existencia pandémica, se los recompensa y neutralizan evaneciéndolos por los aires ante el primer sencillo pero potente saludo del “Buen día seño”, “Hola profe, ¿todo bien?”. Allí se comprueba cómo este pequeño acto inaugural, como gesto simbólico de lo cotidiano que es la fuerza de los vínculos, permite volver alojar en nuestras melancólicas almas docentes un triunfante regreso desde la desesperanza a la vigorosa superficie de plenitud histórica arraigada en nuestra identidad.
De esta forma, una suerte de intimidad agazapada y cautelosa comienza sigilosamente a dejar entremirarse: a veces es solo un fragmento de aquel mundo interior del alumnx que se escapa exteriormente desde la pantalla y reconfigura el aula. Algunas otras, somos testigos involuntarios de ciertas marcas o huellas habitadas por la violencia de la pobreza. Aquí las reglas parecen ser otras. No todo cabe en la igualitaria blanquedad de los guardapolvos. En el fondo de una pieza, una Virgencita para los buenos augurios. En otra pared de ladrillos y portland, una foto dando la bienvenida a un nuevo integrante de la familia. Arriba de una heladera, esa foto rectangular que uno erróneamente daba por muertas tan típicas de los años 80, referenciando algún viaje de egresados. “Este es mi perro”, “este es mi gato”, “este es mi loro”, “mi papá no me deja tener animales”, “a mí me prometieron uno para Navidad”, “a mí para el Día del Niño”. Diferentes piezas de una suite inconclusa que solo autoriza el ingreso a la vida privada dada la infinita confianza hecha alianza con la historia de la vida escolar pública pero bien ganada por el esfuerzo de lxs maestrxs.
A partir de estas nuevas tramas vinculares y modos implícitos de confesión de una nueva forma de sentir la clase, podríamos insinuar la existencia de dos miradas culturales que ensayan diversas respuestas sobre cómo tendríamos que significar estos nuevos espacios que presentan la extraña particularidad de ser una nueva territorialidad sin territorios. Quizás por eso, pareciera que ciertos actores disputaran el catastro o la escritura de aquel supuesto vacío de significación para su propio molino. Ya que legislar sobre un nuevo campo emergente de redistribución política involucra conocer, mandar y obedecer sobre los complejos procesos e íntimas conexiones dadas entre estudiantes y docentes, que afectan en forma directa al sistema educativo. He aquí su poder de manifestación y representación.
La primera, puede resultar un tanto fatalista. Y es la que suele sostener que la batalla ya está perdida, por el solo hecho de haber relegado parte de nuestra potestad educativa a lo tecnológico y a la tecnología. Ignorando así los modos de interacción, resistencia e intencionalidad que son siempre del orden de lo político, de lo humano y de lo humanizante.
La segunda de estas miradas, emparentada con la primera, busca ignorar, rechazar y no otorgar valor cognoscente a ningún tipo de prácticas que no puedan ser retraducibles a la presencia de un cuerpo visible, entendida como prueba misma para un cálculo y control de un uso del tiempo de trabajo que es tanto más mensurable, cuanto más físicamente localizable es el cuerpo presencial del maestrx. A partir de aquello repreguntamos: ¿Qué es lo que verdaderamente sostienen las tramas vinculares en los actuales modos de enseñar y de aprender?
Y aquí podríamos identificar una tercera mirada capaz de recoger algo distinto entre aquellas dos posiciones y que, para nosotros, tiene que ver con la imaginación pedagógica como intencionalidad política en los aprendizajes. En 1959 Charles Wright Mills escribe La imaginación sociológica intentando dar otra respuesta al lugar hegemónico de la sociología y de la investigación social a partir de la siguiente pregunta: ¿Es de extrañar que los hombres corrientes sientan que no pueden hacer frente a los mundos más dilatados ante los cuales se encuentran de un modo tan súbito? De allí que Mills considera a esta imaginación como aquella cualidad que permite trazar un rumbo entre biografías, narrativas, la historia y las intersecciones para comprender el nuevo escenario histórico, tanto para la vida interior como la trayectoria exterior de los individuos.
La imaginación pedagógica buscaría allanar entonces un camino bastante parecido, intentando descifrar algunas de estas piezas que constituyen —y conforman— la nueva artesanía del caleidoscopio educativo. Y que, más allá de las diferencias dadas, hablan o dicen todas algo acerca de lo mismo: la necesidad de reconectarse y poder ser reconectadxs al sentido de la vida y de la escuela.
Faltan cinco minutos para las doce, pero ahora de la noche. Concluye el día, no las preocupaciones. Se cierran los libros, se apagan o suspenden las compus para aligerar su comienzo por las mañanas. El cansancio sigue sin dar tregua en esta siempre misma coda final que recuerda aquella película del invierno y la marmota. Pero algo está diferente, algo es distinto: lxs docentes quedamos con la dicha de sabernos reconciliados. Incluso cuando nuestra labor no se reconozca del todo o sigan exigiendo los cuerpos como negación de un tiempo de vida injustamente significado como tiempo de trabajo que “les fuera” adeudado y arrancado.
Sin embargo, como cada nuevo día, y como siempre lo hacemos, nos volvemos a levantar una y otra vez para encender el fuego: no solo aquel que calienta el agua, sino aquel que arde colectivamente y enciende la chispa narrativa del espíritu docente. No sabemos cómo vendrá esta jornada del todo ni qué se va a decir de nosotrxs tampoco. Pero de algo estamos absolutamente segurxs, y es que parte sino todas nuestras preocupaciones se disiparán en el preciso momento cuando, desde éste y el otro lado del micrófono, podamos imaginarnos pedagógicamente como comunidades y como escuelas. Y en este inédito itinerario que nos tiene como pasajeros de un puente contingente y transitorio, será aquella otra voz, no ya la nuestra, la que habilita a suturar aquel camino, acercando lejanías, e interrumpiendo tempestades con tan solo simplemente preguntar: “Buen día seño”, “Hola profe, ¿todo bien?”. Sí niñes. Sí muchaches, todo bien...