El Bandido es un cantante popular que tiene aparentemente todo resuelto. Vive en un country privado en Córdoba, tiene un manager español que supuestamente lo banca en todas; y cada vez que sale a cantar en un teatro o un boliche, lo esperan las fans para comerlo a besos y sacarse una selfie para la posteridad. Pero un buen día, o una buena noche, El Bandido dice basta. Se da cuenta que está harto de las giras, que no tiene más ganas de cantar y no tiene mejor idea que planteárselo a su manager Antonio (impecable trabajo del actor malagueño Juan Manuel Lara), a quien se le quemarán los papeles, y los negocios, de la noche a la mañana. Justo cuando vuelve de grabar sin voz y fuera de tiempo un disco de “Grandes éxitos”, que será su despedida de los escenarios, al Bandido lo interceptan en un barrio carenciado de Córdoba y le roban el auto. Sin vehículo, sin celular, y con toda la impotencia de quien sufre un asalto de ese tipo, el cantante exitoso encontrará de bruces lo que estaba buscando. Esa sensación de desamparo, de estar desprovisto de todo ese halo de seguridad que le daba la fama, lo hará toparse con su verdadero ser, sus rasgos más genuinos, su energía más profunda. Luciano Juncos, el realizador del filme, puso la cámara sobre Laport de un modo casi permanente. Y lo bien que hizo. Porque el actor uruguayo, que ya demostró en sobradas oportunidades que está muy lejos del Catriel de las telenovelas de la tarde, expone aquí sus gestos más sensibles. Su Bandido emociona, es creíble, está muy cerca a la vibra de ternura que mostró en su personaje de “Rotos de amor”. Y se notará, por ejemplo, en el cruce de miraadas que se dará en ese cálido encuentro con su viejo amigo bandoneonista, El Gringo. Será justo él quien lo hará tomar el verdadero sentido de la finitud de la existencia cuando le dice: “La vida son 20 mundiales, me quedan tres o cuatro”. A partir de ese vínculo, El Bandido será más Roberto Benítez (su nombre real), que nunca. Y se conectará mejor con su costado solidario, con su hija y hasta con el mismo cómplice del ladrón de su auto, a quien lo perdonará porque “ya fue”. La canción del final, esa que saldrá con los pies metidos dentro del barro, reunirá los mejores acordes para su nuevo futuro.