—Así arranco, dice Carla, poniendo humor para alivianar la escena que acaba de relatar en medio del bullicio del bar donde nos encontramos: tenía ocho meses y vio la muerte muy, muy de cerca.
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Hay vidas con pocos puntos de giro: esos hitos narrativos en los que ya no es posible ser quien se es. En la vida de Carla, por el contrario, los puntos de giro han sido muchos. Sin embargo, habla liviana, con un timbre vital, como si todo lo que le sucedió fuera el sostén que la ayuda a acompañar. Carla es psicóloga social y tanatóloga clínica. Acompaña a niños, niñas y adolescentes a transitar su propia muerte. Además, trabaja con familias que atraviesan duelos. Si bien su ropa deja entrever un cuerpo menudo y frágil, sus antebrazos tatuados para siempre con el nombre de sus hijos —Tatiana en el derecho, Tobías en el izquierdo— hablan de una gran fortaleza interior.
El bar va llenándose de gente que parece haber olvidado el encierro al que nos llevó la pandemia. Mientras el aroma del café impregna la charla, Carla narra su recorrido. Va y viene entre lecturas que la han marcado —El libro tibetano de la vida y la muerte, por ejemplo—, charlas a las que ha asistido —aquella vez que conoció a Elisabeth Kübler-Ross, madre de la tanatología— e historias que puede recuperar gracias a los relatos familiares. Hay momentos muy oscuros en sus orígenes. Los responsables, quizás, del germen de luz que encendió su antorcha vital. La oscuridad es otro sol, escribió alguna vez Olga Orozco.
—El accidente con el coladorcito me generó una infección en la garganta y tuvieron que internarme. Creían que iba a ser muda, incluso hablé tarde y tuve muchos inconvenientes con la comunicación. Luego ingresaron a mi madre en un psiquiátrico, en medio de un episodio en el que yo termino con el brazo quemado con agua caliente. A la vuelta de su internación, ella no me reconoce. Si hablamos de resistencia, cuando me preguntan cómo hago…
Carla viene de una familia con dolores profundos: una hermana que falleció a una semana de su nacimiento, una madre con depresión, una prima y un amigo fallecidos en la juventud.
—Nosotros éramos cuatro hermanos y siempre quedábamos en el aire ante estas situaciones. Y yo siempre fui muy curiosa, tratando de buscar explicaciones…
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En El libro tibetano de la vida y la muerte, Sogyal Rimpoché escribe: “Cuando llegué a Occidente, me sorprendió el contraste entre las actitudes hacia la muerte con que me había criado y las que entonces encontré. A pesar de sus éxitos tecnológicos, la sociedad occidental carece de una verdadera comprensión de la muerte y de lo que ocurre durante la muerte y después de ella. Descubrí que a la gente de hoy se le enseña a negar la muerte, y se les enseña que no significa otra cosa que aniquilación y pérdida. Eso quiere decir que la mayor parte del mundo vive o bien negando la muerte o bien aterrorizado por ella”.
Una tarde de 2002 en la que Carla acompañaba a Valentín, de siete años y con una enfermedad irreversible, el niño le preguntó si iba a morir.
—Sí, mi amor, vas a morir— contestó ella.
—Bueno, yo sabía que eso me iba a pasar— dijo Valentín mientras miraba a su alrededor.
—¿Que buscás, perdiste algo?
—No, no, no perdí nada, es que de todas estas cosas que tengo acá, nada me sirve.
—¿Para qué no te sirven? preguntó Carla
—Para llevármelas cuando me muera. ¿Qué me puedo llevar?— dijo el niño.
—¿Qué te gustaría llevarte?
—Los besos de mi mamá, los abrazos de mi papá, cuando juego a las cartas con mi nona y mi traje de hombre araña. No, mejor el traje de hombre araña no. Ese se lo dejo a mi hermanito.
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Ilustración de Chachi Verona.
Trabajar con la muerte es una especie de despabilador permanente. A octubre de 2021, hubo más de 115 mil personas fallecidas por Covid desde que comenzó la pandemia. Un incremento de las muertes en más de un 10% comparado al año prepandémico.
—Hubo que reinventarse y rediseñar— explica Carla. Al perderse el ritual de poder ver y despedir al ser querido, surgen duelos de muerte compleja, menos exigidos desde lo traumático pero más difíciles de asimilar. Si bien ver a la persona fallecida es doloroso y shockeante, ayuda mucho a cerrar.
Aunque comenzamos a morir desde el momento en que nacemos, la primera actitud ante, por ejemplo, un niño que pregunta sobre la muerte es el silencio, la negación, el intentar cambiar de tema.
“En una cultura como la nuestra en la cual existe un esfuerzo por negar la muerte, negamos también todo lo vinculado a ella” , escribe Claudio Galli en el prólogo al libro Tanatología, compilado por Luis Carlos Alonso. “En una cultura como la nuestra en la cual existe un esfuerzo por negar la muerte, negamos también todo lo vinculado a ella” , escribe Claudio Galli en el prólogo al libro Tanatología, compilado por Luis Carlos Alonso.
—El hecho de negar la muerte, incluso en nuestra legislación, es también una manera de enfrentarse a ella —afirma Alonso, quien ha sido médico forense del Poder Judicial de Santa Fe y actualmente es profesor adjunto de la cátedra de Medicina Legal de la UNR—. Esto tiene derivaciones religiosas y hasta filosóficas: la muerte no existe, y tanto no existe que hay una vida eterna después, o sea que no me muero nada. Veo la muerte y sigo viviendo. Para quienes somos agnósticos esta cuestión de la vida eterna no es más que la negación de la muerte real para pretender que la cosa sigue, como si poco hubiera pasado o lo que hubiera pasado fuera incluso mejor. Es una manera de negar el impacto de lo definitivo, de la no presencia, del nunca más.
Lo definitivo. La no presencia. Palabras que se esparcen como la lava de un volcán y que arrasan todo a su paso.
¿Cómo se enfrentan a esa idea quienes realizan tanatología y tanatopraxia? ¿Cómo soportan la contundencia del nunca más, repiqueteando en su cabeza?
Marcela Gatti ha trabajado en este oficio durante dieciséis años. Fue la primera mujer en Rosario en realizar tanatopraxia en empresas funerarias de la ciudad. Tiene modos suaves y reflexivos al hablar. Su carrera anterior, instrumentación quirúrgica, le ha brindado también otras herramientas que la ayudaron siempre en este oficio.
—Trabajar algunos años en quirófano con gente que luchaba por su vida me ayudó a mantener cierto grado de sensibilidad. Algunos colegas suelen referirse a las personas fallecidas como cadáveres u óbitos. Sin embargo, aunque ya no vivan, yo los sigo viendo como personas y de esa manera busco devolverles algo de esa luz, de esa vida que tuvieron. Y eso es la mayor recompensa. Este es un trabajo de bajo perfil, en el que no podés esperar que nadie te dé las gracias. Porque luego hay que respetar el dolor de la familia. Y no hace falta que digan nada, el silencio de las personas significa que el trabajo se hizo bien, que recibieron algo de lo que esperaban para poder recordar de la mejor manera a su ser querido.
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Si salvar vidas es el objetivo central de la medicina, salvar memorias ha de ser un objetivo primordial para quien trabaja con la muerte.
—Muchas veces mi trabajo se reducía a la labor dentro del quirófano de una funeraria, preparando a la persona fallecida —recuerda Marcela, quien desde hace muy poco tiempo está retirada de la profesión. —Pero en ciertas oportunidades he tenido que hablar con los familiares, me traían fotos de la persona, me pedían alguna preparación especial, y eso era una tarea muy difícil. Por eso el silencio o una mano a veces es simplemente lo que alcanza.
“El doloroso recuerdo del momento de la despedida puede amortiguarse con unas honras fúnebres dignas y respetuosas. Las mismas han de ser realizadas teniendo en cuenta los deseos de los familiares y del propio difunto” escribe Luis Carlos Alonso en Tanatología.
La idea de lo sobrenatural también circunda esta profesión. Hay un halo de misterio y de terror que impregna el imaginario cultural de la tanatopraxia. Para Marcela esta ha sido una recurrencia al mencionar su oficio ante algún desconocido.
Una vez llegó a la funeraria un cura colombiano a dar responso. Se puso a charlar con ella mientras trabajaba. El cura quería saber si Marcela sentía miedo. Le contaba que conocía muchos tanatólogos en Colombia que no podían dormir, que tenían pesadillas y temor.
—En dieciséis años de trabajo, jamás escuché un ruido raro, jamás nadie despertó ni sucedió nada extraño. Yo he tenido que trabajar sola de madrugada o de noche y nunca sentí miedo. Quizás por la rareza del tema es que la mente humana a veces imagina —reflexiona Marcela.
Al poco tiempo de fallecer su mamá luego de una larga infección hospitalaria, Marcela estaba sentada en la cocina de su casa y, aunque llovía y hacía frío, sintió el impulso de abrir una ventana. En ese momento, un colibrí —brillo verde tornasolado en las plumas, pico rojísimo— entró a la casa. Marcela pensó en su madre, quien siempre usaba labial rojo. Tomó su celular, le sacó algunas fotos. El colibrí se paró en el cable de luz de una lámpara. Ella dejó el teléfono y se acercó. El pájaro quedó quieto y Marcela pudo tenerlo unos breves segundos en sus manos.
—Entonces pensé que cada vez que viera un colibrí imaginaría a mi mamá dando vueltas. Porque, quizás, no nos terminamos de ir del todo. No sé, algo de energía, algo queda…
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Aquel domingo de 2002 llovía como si el agua quisiera arrasar el mundo. A las diez de la mañana, la mamá de Valentín marcó el número de Carla, asustada. El niño no se sentía bien y quería que ella fuera a verlo. Carla dejó a su hija con una amiga y salió a su encuentro. Al entrar a su cuarto, Valentín intentaba bajarse de la cama.
—¿A dónde vas? preguntó Carla.
—A hacer lo que me falta para ser feliz.
—¿Qué necesitás, mi amor, para ser feliz? Contame así te ayudo.
—¡Sí, claro! Para eso tenías que venir, para ayudarme a cumplir lo que tengo que hacer.
Salieron de la habitación y fueron hasta el jardín. Valentín buscó una pelota, caminó hasta un extremo del patio, la puso en el piso, estudió sus movimientos y pateó.
—¡Vamos, jugá conmigo! Vos sos la arquera y yo te tengo que hacer dos goles.
“No menos importante que prepararnos para nuestra propia muerte es ayudar a otros a morir bien. Cuando nacemos, todos nos hallamos desvalidos e impotentes, y sin el cuidado y el afecto que recibimos entonces no habríamos sobrevivido. Puesto que quienes van a morir son igualmente incapaces de valerse por sí mismos, deberíamos aliviar su malestar y su angustia y asistirlos en la medida de lo posible para que mueran con serenidad”, escribe Sogyal Rimpoché en El libro tibetano de la vida y la muerte.
Durante el lapso de cuatro años, Carla acompaña a niños y adolescentes a transitar su propia muerte y hace también acompañamientos a personas y familias en duelo. Luego, descansa durante tres. La alternancia le permite trabajar internamente esas despedidas. Recuperarse. Su perspectiva sobre la vida a veces no es fácil de comprender para el afuera. “Mi vínculo con el enojo y el conflicto es diferente, siempre estoy buscando reparar. Yo no puedo cerrar el día discutiendo, por ejemplo, o sintiéndome mal. Hay cosas que las vivo de otra manera. Y no digo que esto sea mejor sino consecuencia de las experiencias que atravieso a diario”.
El día de la muerte del abuelo de Tobías, Carla preparó todo para que su hijo pudiera despedirlo. Las puertas de la cochería permanecieron cerradas hasta que el niño, en ese entonces de ocho años, fuera a darle el último adiós. En sus manos apretaba un caballito de juguete para dejarle a su abuelo, fanático de estos animales. También tenía muchas preguntas: quiso saber por qué los ojos y la boca estaban cerrados, pidió tocarlo. Carla acompañó. Luego le explicó que afuera del lugar había familiares y amigos esperando para despedirse.
Al abrir las puertas de la sala, una señora mayor, vestida íntegramente de negro y con un rosario en la mano, se acercó al cajón. El niño también estaba cerca.
—Viste, mi hijito, el abuelito está dormido —le dijo la mujer.
—No, no está dormido —contestó Tobías—. Está muerto —agregó muy seguro.
“Los niños necesitan contención, verdad, constancia y seguridad. A los cuatro años vamos a contarles que esa persona falleció, y la van a poder despedir, pero a los siete van a tener nuevas herramientas emocionales, cognitivas, sociales y van a querer saber desde esas nuevas herramientas. Siempre ayuda que vean al difunto y que participen de la situación. Y esto debería suceder tanto con una enfermedad como con la muerte”, asegura Carla. “Sin embargo, hay una salvedad: si no hay adultos capaces y estables para sostener a esos niños, no dejemos que intenten resolver solos esa situación. Porque no significa que el adulto no tenga dolor, pero tiene que estar estable para poder sostener”.
Carla también se encontró —casi la misma edad que su hijo— con muchas inquietudes frente a la muerte. Desde los nueve y durante algunos años, tomaba su pequeña bici e iba con frecuencia al cementerio donde descansaban los restos de su hermana. Cuando llegaba, buscaba la ubicación casi sin recordarla, pero siempre lograba encontrar el lugar. Su hermana estaba en un nicho alto. Ella miraba hacia arriba, en silencio. No lloraba. Necesitaba explicaciones. Por ella, pero por sobre todo por su madre. Deseaba poder ayudarla a superar ese duelo.
Sin embargo, su máster con la muerte fue transitar una grave enfermedad de su hija:
—Hoy tiene veinticuatro años y está divina, pero cuando tuvo cinco estuvo internada muy grave. Los médicos barajaron varios diagnósticos: lupus, artritis reumatoidea, leucemia. Me decían que no iba a poder caminar, que iba a deformarse, que no iba a poder hacer nada. Cinco años duró su recuperación total. Esa época fue muy importante para mí porque es cuando me termino de decidir por dónde ir, hacia dónde orientarme.
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Si Carla tuviera que mencionar una frase de cabecera, la indicada podría ser “vivir una vida que valga la pena de ser recordada”.
“Creo que al momento de morir nos llevamos lo que sentimos e hicimos sentir a otros. Yo creo en la vida, en el acá. Si hay un continuar, espero que esté bueno, pero no me importa ahora”.
En su página web, al relatar la historia de Valentín, Carla menciona el recuerdo final de aquel domingo de 2002, que la marcó para siempre:
“Fui la peor arquera del mundo”, recuerda Carla en su escrito. “Me hicieron más de diez goles mientras los papás y los abuelos de Valentín miraban sonriendo y con lágrimas en los ojos”.
Cuando terminó de jugar, aquel día lluvioso de 2002, Valentín se sintió cansado y se acostó. Al despertar, Carla reconoció su sonrisa, era la última. El niño pidió una chocolatada, se besuqueó con su mamá hasta agotarse y su papá lo invadió de cosquillas. Mientras su hermano corría con el traje de hombre araña, Carla se acercó para saludarlo porque tenía que irse. Valentín la abrazó y le dijo al oído: “Ayudá a mi mamá a ser feliz sin mí”. Y su cuerpo se detuvo allí. Murió en los brazos de Carla.
“Y en ese momento algo en mí murió también. Y como siempre que cuando algo muere, algo nuevo nace, yo nací una vez más y decidí quién quiero ser en mi vida gracias al niño más valiente que conocí” (1).
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Carla asegura que muchos de sus acompañamientos la atravesaron. Muchos, muchos, repite. Mientras maneja por la ruta, por ejemplo, no puede desprenderse de las historias de sus pacientes, de sus muertes en accidentes de tránsito. Convive con la idea de la muerte pero conoce —lo comprueba a diario— la capacidad de resiliencia que tenemos los seres humanos. “El dolor es un gran domador de voluntades. Si estamos dispuestos, nos ubica, nos transforma”, asegura.
El bar comienza a estar más silencioso. Hay sol, es sábado, y muchas personas buscarán aire libre y verde para pasar el día. Carla se prepara para ir a ayudar en la mudanza a su hija, quien la espera para trasladar unas cajas. Nos despedimos afuera, en la brisa del mediodía.
A comienzos de los años noventa, Rimpoché escribía: “¿Qué es nuestra vida sino una danza de formas efímeras? ¿No está todo cambiando constantemente, las hojas de los árboles del parque, la luz de su habitación mientras lee esto, las estaciones, el clima, la hora del día, la gente con que se cruza por la calle? ¿Y nosotros qué? ¿Acaso no nos parece un sueño todo lo que hemos hecho en el pasado? Los amigos con los que crecimos, los lugares favoritos de nuestra infancia, las creencias y opiniones que en otro tiempo tan apasionadamente defendíamos: lo hemos dejado todo atrás. Ahora, en este instante, leer este libro le parece algo vívidamente real. Pero incluso esta página no tardará en ser solo un recuerdo”.
(1) La historia de Valentín puede leerse completa, junto a las historias de otros pacientes que han autorizado su publicación, en el sitio: Leonhard
(Las fotos de Carla Calvi que ilustran esta nota son gentileza de María Laura Giacone)