“Cuando el jilguero no puede cantar, cuando el poeta es un peregrino...”
Por José Tranier (*)
Dibujo: Chachi Verona
“Cuando el jilguero no puede cantar, cuando el poeta es un peregrino...”
En 1842 el gobierno británico publicó un informe titulado “The condition and treatment of the children employed in the mines...” (La condición y el trato de los niños empleados en las minas). Fue un primer paso para visibilizar —y en cierta manera buscar también limitar— los abusos cometidos por la (nueva) lógica del capitalismo industrial hacia las vulneradas y pobres infancias. Ese reporte, elaborado con estadísticas, identificación de edades, orígenes y género, va describiendo procesos, reconstruye identidades y ahonda en la crueldad de los relatos a partir de testimonios y vivencias de las niñas y niños sometidos a castigos y trabajos forzados bajo aquella Inglaterra imperial. Esto llevó a que la escritora Elizabeth Barret (1843) publicara su poema “El grito de los niños” (The cry of the children). Y que el novelista Charles Dickens se sintiera interpelado escribiendo su famoso “A Christmas Carol”, traducido como Cuento o Canción de Navidad.
Es en esta trama y mediante esta obra en donde el autor busca poner en acto la revisión de esas condiciones estructuralmente objetivas de vida, así como instalar una pregunta ética. Qué hacemos o qué podemos hacer una vez que ya no fuera posible desconocer aquello que, en un determinado momento, estuviera obturando e impidiendo amplificar o reproducir con todas nuestras fuerzas la vida. Fuerzas tanto físicas como espirituales dirá a su vez, también inspirado en ese mismo contexto, el filósofo de El Capital. Es así como el autor inglés, dispuesto entonces a capturar y retraducir literaria y políticamente la nueva lógica de aquel torbellino social, invita a realizar un itinerario por diversas hipótesis e imaginarios posibles que permitirían al sujeto desafiar el carácter inexorable y contrafáctico de las formas del gobierno del tiempo.
Esto último, con el fin de que algo del propio entendimiento o nueva racionalidad, pueda finalmente resurgir. No solo para hacerse lugar y comprender, sino como posibilidad liberadora de rescate y remisión. Es decir, en el centro de esta argumentación, poder cuestionar los efectos de una acumulación de riquezas que se logra, pero a costa de negar siempre en aquel mismo proceso, la evidencia que la vincula en forma directa con prácticas de explotación. De esta manera, el protagonista —el avaro anciano Scrooge— tendrá la inmensa fortuna de poder visualizar y atravesar, virtualmente, sus propias deslocalizaciones biográficas observando la distancia entre sus deseos, las necesidades de otros y lo que podría haber sido. Desregularizando temporalidades y dando paso a una suerte de disrupción e interrupción de esa historicidad para refundar, con nuevos actos, su cotidiano existir.
Si tratáramos de pensar aquello en relación al mundo de la educación y la pandemia, a algún conjunto de reflexiones provisorias, urgentes y colectivas, posiblemente, se puedan también arribar. En primer lugar, esta historia, como parte referida de las historias, quizás tenga la potestad de recordar, generar y reconstruir un tipo específico de memorias que nos hagan reflexionar acerca de la eticidad involucrada implícitamente en nuestras prácticas que afectan fundamentalmente a otrxs. A diferencia de Scrooge, no contamos con alguien que nos lleve a hacer un pasaje en tiempo real sobre nosotros mismos o de nuestros actos a través de los tiempos.
Pero sí tal vez como, educadores y educadoras, podamos alivianar ciertas penas. Las nuestras y las ajenas. Sobre todo, en aquello que social y políticamente pueda pervivir o habitar en nosotros, de algo de eso del personaje principal del cuento o de los padeceres y sufrimientos históricamente acumulados como inscripción para naturalizar la injusticia asumida en la figura de Cratchig, su empleado. A los tres espíritus de la Navidad del cuento, podríamos anteponerle entonces también tres momentos bien diferenciados entre sí y que son capaces de brindar elementos de análisis para la comprensión histórica de algunas condiciones para mejor pensar el presente: el de la prepandemia, lo vivenciado y transcurrido como acciones contrapandémicas al interior de la misma y lo que también podría visualizarse en un futuro —ojalá cercano— como parte de un escenario “pos”.
En ambas metáforas reinciden la insistencia y posibilidad de torcer un destino que se avizora como inevitable por su paso en el tiempo. Pero que bien podría ser trasmutado con el resurgimiento de un nuevo sujeto pensado colectivamente como actor político para un nuevo cambio. Pedagógico y social. Las fortunas acumuladas por algunos e infortunios para otros, el lugar de la escuela pública y sus reconfiguraciones, resquebrajamientos, llevando el “templo del saber” a casa y haciendo de la casa un templo. Las desigualdades, formas de autorización y representación de los cuerpos y presencialidades como ejes de disputas amplificadas en una primera instancia, junto a las formas de valorar, evaluar y ser examinados. Todo esto conforma parte del gran crucigrama temporal para intentar hallar y otorgar representatividad a lo manifestado por los dos primeros espíritus. Una vez que ya sabemos todo esto, entonces: ¿Cómo seguimos? Por suerte aún la historia no está cerrada del todo y, ya habiendo transitado estos rumbos antes inciertos, ahora nos vuelve a reencontrar comunitariamente en las escuelas.
Sin embargo, con la llegada de una nueva festividad que coincide a su vez con la finitud de otro año panacadémico, pueda ser útil rescatar, junto con otras, la indignación de Dickens. Impidiendo que esa huella de antaño y de indiferencia social busque nuevamente asentarse. Ni negar, tampoco, las evidencias de dolor que podrían conducir a una de las más asfixiantes de las angustias. Aquella representada por Wystan Auden, el poeta de entreguerras, al sostener que si la idea o existencia de un Dios fuera posible, ésta no hablaría de cielos, castigos, ni infiernos. No. Mucho peor que aquello. Al final de nuestro recorrido, ese Dios del cual habla Auden buscaría reducirnos a lágrimas de vergüenza, al recitarte de memoria, “los poemas que habrías escrito, si tu vida hubiera sido buena”.
En un mundo en donde más del 45 por ciento de nuestras infancias viven en pobreza, como parte de un colectivo docente que nos define y abraza, “cultivo una tiza blanca”. Es allí, en las escuelas, donde podemos inscribir aquel vuelo. Seguramente no como el único, pero sí como un primer gran ensayo de redistribución ética en el principio de ese gran borrador. Articulando y pronunciando vocales y voces. Que se hagan audibles. Para tratar de hallar o reencontrar los poemas propios y ajenos. Que puedan alzarse, y mirar fijo a los ojos. Sabiendo que hicimos y aprendimos todo lo necesario para retenerlos. Y quién sabe, quizás algún día, sin bajar la mirada, como si fuera un recreo, que puedan ser entonados, junto aquel Dios del poeta.